No, otra vez no cabía error alguno: se escuchaban claramente
los bufidos. El pequeño pasillo, si se ubicaba uno conveniente-
mente, nos permitía empezar a verlos: eran todos ejemplares
grandes y se movían como empujados desde atrás por una fuer-
za cuyo origen quedaba fuera de nuestro campo visual, que iba
de derecha a izquierda del pasillo. Búfalos, mayormente. Tal
vez eran bisontes. Cualquier mayoría automáticamente cansa
un poco. Pero había también un toro negro, y alcancé a ver la cornamenta de un reno, que parecía, dentro de la relativa lenti-
tud apareada con desenfreno con que se movía esta tropa veni-
da de quién sabe dónde, el más asustado de todos; aunque en-
tre las bestias no se distinguía ningún caballo, se observaban
en cambio algunos ejemplares robustos de tapir y estoy casi
seguro de que eso otro que avanzaba por el medio era un hipo-
pótamo de piel húmeda, además de un terrible rinoceronte de
piel escamosa y tan seca, como si nunca hubiese estado en
contacto siquiera con el agua de la lluvia. Todos los animales emitían fortísimos sonidos, que se confundían entre sí, gruñi-
dos, rugidos guturales, bufidos sobre todo; como si el apuro
que movía la corriente de derecha a izquierda por momentos
se hiciera más intensa y este verdadero vendaval de bestias no terminaba de pasar, a pesar de que el lugar -lo conozco bien de
día- es bastante angosto; retumban sus patas como un galope espantoso, o al menos espantado, pero ya dije que se veían moverse de forma lenta, por la falta de espacio, intercambian-
do, eso sí, sus posiciones en la manada, y en un momento vi
caer a uno de los animales, con el consiguiente revuelo de
enormes e incómodos cuerpos alrededor.
Me di cuenta entonces de que en la mayoría de los casos es-
tos animales debían luchar toda la vida con esos cuerpos
inadecuados, demasiado determinados y determinantes,
sea en lo húmedo o en lo seco, en la marcha o en la quietud,
en los momentos de paz o en los momentos de guerra, en
los días de andar simplemente por ahí y en los días de su
muerte.
Y eso volvía a aprender cada noche, cuando empezaban los
bufidos, los gruñidos, los olores inconfundibles del regreso
de la manada, aunque me siento capaz de asegurar que nun-
ca se trataba de las mismas especies, ni de los mismos ejem-
plares.
2 comentarios:
Los toros bravos negros de la Dehesa española embisten a los caballos , por eso no vio ninguno con las manadas . Lo mismo era el toro negro era un Mihura ( como el Lamborghini Mihura , velocidad y belleza )
Manuel desde Cantabria ( España )
¡Muchas gracias por tu ilustrativo aporte! ¡Yo la había atribuido a una cuestión fonética! Y, en mi ignorancia de la zoología, hubiese culpado al rinoceronte. ¡Ahora entiendo porqué en las playas de estacionamiento ubican bien lejos de los bellísimos ejemplares de Lamborghini Miura negros a los Ford Mustang!
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