Ahí los chicos juegan trayendo restos de la tormenta.
Uno está en ese aire impregnado de electricidad fresca
y ve correr a los chicos de un lado a otro, aire azul de co-
balto, batalla recientemente acabada, bosques acomodán-
dose las desorbitadas cabelleras...
Los restos con los que juegan los chicos estos -nos re-
cordaron a los del Amazonas, que juegan con las anacondas
con un palito- no son, como podría pensarse, los despojos
que generó la tormenta, sino deshechos de la tormenta
misma.
Tienen batallones entrenados para contraatacar a las tor-
mentas.
En realidad se dedican más que nada a eso, bah. Las de-
más actividades de la comunidad son una especie de tapa-
dera. Desde hace algunos miles de años guerrean contra
las tormentas. Ya no les hacen mella los cañonazos, ni los
disparos de rayos con que atacan. Y, en esta región, atacan
seguido. Los lugareños las encuentran bastante tontas, sin
embargo, porque aunque no logran imponerse en ninguna
batalla, siguen viniendo.
Sus vigilantes nocturnos arrancan una ramita de brisa,
la huelen, y ya saben lo que se avecina.
De inmediato corren la voz por tubuladuras que viajan
por debajo de la tierra, hasta cada carpa del campamento.
Los hemos visto despedazar a una tormenta en unas po-
cas horas.
Con algunas bajas, es cierto, pero habiendo capturado
finalmente el núcleo de la bestia. Que es lo que aparente-
mente les interesa.
Lo demás es secreto y no estamos invitados a sus secretos.
No sabemos si lo comen -como en otras partes se comen
ballenas-, o si lo utilizan como motores para sus otras ta-
reas.
No nos sorprende saber que ellos también están repletos
de tareas.
Los chicos cantan canciones burlonas al respecto:
"Una tormenta no sabe ni pelar una naranja,
una tormenta no sabe ni armar una carpa,
una tormenta no sabe ni guardar juguetes en una caja..."
No hay comentarios:
Publicar un comentario