mente muy incómodo en su casa -para llamarla de alguna ma-
nera, porque generalmente era una pequeña habitación subal-
quilada, o un cuartito creado de la nada en un desván- todas
las tardes. Como rezaba un cartel bastante viejo y deteriorado
en una de las paredes del local, rerum novarum cupidi: ávidos
de novedades.
Porque nuestras conversaciones ya habían dado su jugo, si es
que lo habían tenido, hacía rato.
Fue mi etapa de músico ambulante en esa parte de Europa
que es Europa más que está en Europa.
Se hablaba de todo, pero sobre todo, se repetía.
Una vez uno del grupo trajo de visita a un par de estudiantes,
que nos miraban como si se hubiesen equivocado de planeta.
Ellos, que habían sido traídos para aportar las ansiadas nove-
dades, y que solían sentirse convencidos de la superioridad
indiscutible de sus energías juveniles, permanecieron inertes
seguramente como consecuencia de lo que transmitía nuestro
grupo de quemados: una asfixia, un final del mundo demasiado presente.
indiscutible de sus energías juveniles, permanecieron inertes
seguramente como consecuencia de lo que transmitía nuestro
grupo de quemados: una asfixia, un final del mundo demasiado presente.
En un rato se repasaban las anécdotas que cada uno conocía
de memoria, las horribile dictu, como las denominaba el más
conspicuo de los presentes, un tal Tschuppik, que parecía es-
tar instalado en esa silla desde el siglo anterior.
Nuestros discursos, ora seniles, ora opacos, habían perdido
cualquier rastro de gracia que pudiesen haber tenido.
Ni siquiera la policía, la no tan secreta, porque no bastaba
vestirse de civil para disimular su condición, se detenía a es-
cuchar desde alguna mesa próxima nuestras insensatas con-
clusiones. Es triste darse cuenta de que uno ya no representa
ningún riesgo para el sistema. Aún para el más paranoico de
los sistemas, que devoraría con ansia el más pequeño men-
drugo de información que revelase algo, que se pudiera aso-
ciar de alguna retorcida manera con una amenaza o una pro-
vocación.
Así estuvimos durante meses, en realidad durante casi tres
años, justo antes de la guerra, mientras en todos los rincones
de la sociedad la música que precede a una guerra sonaba
desde la voz alterada de los pájaros, hasta la voz atronadora
de los altavoces.
años, justo antes de la guerra, mientras en todos los rincones
de la sociedad la música que precede a una guerra sonaba
desde la voz alterada de los pájaros, hasta la voz atronadora
de los altavoces.
En junio fue movilizado Rausz, el más joven de nosotros,
que orillaba los 50. Las conversaciones giraron alrededor del
destino de nuestro amigo, viajaron por las febriles lineas del
ferrocarril, imaginaron toda clase de desventuras tanto para
el soldado Rausz como para los veteranos que, de ahí en más,
esperábamos nuestro turno sentados en el bar cada tarde y no-
che.
Por supuesto que siempre estaba latente el peligro máximo,
que era el de caer en manos de las bestias. Para morir era pre-
ferible el enemigo.
Rausz llegó a escribir algunas cartas, que leíamos casi como
plegarias profanas al atardecer, entre licores de cereza amar-
ga y los sonidos del tranvía que giraba emitiendo estertores
eléctricos en la esquina cercana.
Después vino el silencio. Fue un silencio largo, que podría-
mos haber anticipado, si nos lo hubiésemos propuesto.
Todas esas conversaciones vacías adquirieron entonces un
sentido. Fue algo tan inesperado, como inútil, como maravi-
lloso. Darnos cuenta de que éramos parte de una realidad en
movimiento, que nos envolvía, a la cual le pertenecíamos,
de la misma manera que pensamos que nos pertenece el cuer-
po, o que nosotros le pertenecemos a él. La muerte nos de-
volvió por un rato a la vida. Eso fue. Todo ese malestar, to-
das esas noches de irse a la cama sin un sólo brote de pensa-
miento nuevo, todos esos sueños vacíos, licuándonos día
tras día... todo eso había sido mera captación, la música de
la muerte había estado pasando por nosotros como el aire
por una flauta tapada. Y saber eso, nos abrió un capullo de
sonrisa a través del cemento congelado de nuestras caras.
¿Qué otra cosa podíamos esperar?
ferible el enemigo.
Rausz llegó a escribir algunas cartas, que leíamos casi como
plegarias profanas al atardecer, entre licores de cereza amar-
ga y los sonidos del tranvía que giraba emitiendo estertores
eléctricos en la esquina cercana.
Después vino el silencio. Fue un silencio largo, que podría-
mos haber anticipado, si nos lo hubiésemos propuesto.
Todas esas conversaciones vacías adquirieron entonces un
sentido. Fue algo tan inesperado, como inútil, como maravi-
lloso. Darnos cuenta de que éramos parte de una realidad en
movimiento, que nos envolvía, a la cual le pertenecíamos,
de la misma manera que pensamos que nos pertenece el cuer-
po, o que nosotros le pertenecemos a él. La muerte nos de-
volvió por un rato a la vida. Eso fue. Todo ese malestar, to-
das esas noches de irse a la cama sin un sólo brote de pensa-
miento nuevo, todos esos sueños vacíos, licuándonos día
tras día... todo eso había sido mera captación, la música de
la muerte había estado pasando por nosotros como el aire
por una flauta tapada. Y saber eso, nos abrió un capullo de
sonrisa a través del cemento congelado de nuestras caras.
¿Qué otra cosa podíamos esperar?
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