Acaso la más simple de las funciones mentales superiores.
Juicio, pensamiento y esas cosas.
Ahora veo a la memoria como un cordel. Acordarse es el
cordel que recorre el tiempo desde el ahora en dirección al
pasado. El alpinista tiene un cordel, el buzo tiene un cordel.
Y entre las cosas de las que hay que acordarse, está el acor-
darse de quien es uno. Cuando decimos "yo", también estamos
acordando. Porque para que haya en efecto ese "yo", es nece-
sario un otro que lo reconozca o convalide como tal. De hecho,
el "yo" se genera precisamente del corte entre "yo" y "no-yo".
Por otra parte, ya es cosa aceptada que el "yo" es bien pero
bien imaginario. Un juego de espejos que, si ha fallado en su
generación, hará que el sujeto no logre reconocerse como "yo"
y se siga buscando eterna e infructuosamente en esos indes-
cifrables "otros" que son los espejos.
Ronald Laing contaba un ejemplo muy interesante para ilus-
trar la cuestión del "yo y el no-yo". Decía, este antipsiquiatra
inglés de los 60 y 70 ("El yo dividido" es su obra principal), que
todos llevamos, con la mayor naturalidad, saliva en la boca. Pe-
ro que si escupimos esa saliva en un vaso, ya no queremos be-
berla del vaso. Nos da asco. Dentro de la boca es "yo", fuera de ella, ya es "no yo". A lo que agrega William Miller en "Anato-
mía del asco", sin referirse a Laing, que "una manera de descri-
bir la intimidad (y/o el amor) es como ese estado en que se rela-
jan o quedan en suspenso algunas reglas del asco".
La memoria me hace creer que "yo" soy "el mismo yo" (un
verdadero absurdo, en cierto sentido) que era siendo un niño pequeño. "Desde que tengo uso de razón", dice la gente, mez-
clando razón y memoria.
La memoria me otorga un rasgo fundamental para mi creen-
cia de ser "yo mismo": la continuidad. Siempre puedo tirar del
cordel (en realidad, cordeles diversos, que 'traen' personas di-
versas, pero que se me parecen) y 'encontrarme'. Podría decir-
se que cada uno es el funámbulo de la cuerda-soga de su me-
moria.
*
Como casi todos, cuando era chico, mi referente literario era
Emilio Salgari. No conocía ni su nacionalidad, ni su biografía,
cosas que no sólo no resultaban necesarias, sino que podrían
haber sido un verdadero obstáculo para la lectura de sus his-
torias de Sandokán y Yáñez. ¿Qué hacía un italiano contando
las hazañas de un corsario malayo, si él nunca había estado
cerca siquiera del sudeste asiático? Pero Salgari lograba cau-
tivar la imaginación, nos hacía VER sus historias. (No reco-
miendo a nadie releerlo. No lo soporta. Nos encontraríamos
con el choque de nuestra memoria contra el empobrecimiento
que fue sufriendo Salgari mientras crecíamos.)
El incendio se había despertado. Leía todo lo que encontraba,
o mejor dicho, lo que estaba a mi alcance. No distinguía géne-
ros ni siglos, nacionalidades o estilos.
Hasta que en una librería de usados que le pertenecía a Aldo
Pellegrini, me topé con los libros de poesía que editaba en
aquellos buenos tiempos Fabril. Según mi memoria, cuya con-
fianza en sí misma alcanzaba dosis interesantes en ciertos te-
mas, mi vida literaria comenzó cuando conocí los "Poemas"
de Fernando Pessoa y de Henri Michaux. En eso, la memoria
concede: no sabe ni le importa mucho, cuál de los 2 conoció
primero. Pero de lo que sí está segura es de que se trata de
los autores "Inaugurales": nada sería igual después de leerlos.
Guardo los libros. Ya son unos cuantos. Pero mi mente, como
la de un autista, identifica cuales faltan y la memoria regresa a
ellos como la lengua al agujero de la muela arrancada.
Por haberlos guardado es que me enfrento ahora conmigo
mismo, podríamos decir. Porque estaba seguro de que 1° ha-
bían llegado Pessoa y Michaux, y luego el resto. ¿Y qué me di-
cen las fecha escritas en la primera página de esos libros? Me
desmienten, con pruebas, me ponen en ridículo. ¡Mi historia
con la literatura, derribada por unas pequeñas anotaciones
numéricas!
Pessoa y Michaux, en efecto, con días de diferencia, octubre
y noviembre del '71. Pero resulta que la notable edición que
hiciera Emecé de los "Diarios 1910-1923" de Kafka está fe-
chada el 16 de febrero de 1968. ¡Tres años y medio antes!
(En esos tiempos, Argentina era el centro editorial de habla castellana de todo el mundo. Emecé publicó, en los años 40
y 50, la Obra Completa de Kafka, en bellísimos ejemplares.
Tiradas de 14.000 ejemplares -verdaderos 'ejemplares'- de "América", 20.000 para "El Castillo"; ¡los Diarios, traducidos
por J.R. Wilcock!).
jores que yo haya conocido, la tengo desde diciembre del '68 también. Desorden general. A la basura con mis construcciones 'histórico-literarias'.
Por supuesto que carece por completo de relevancia lo que
estoy contando. ¿A quién podría interesarle el orden crono-
lógico de mis lecturas?
Es la sorpresa lo que importa. Constatar que la memoria cons-
truye bastante antojadizamente lo que tomamos como funda-
mento propio. Nuestros pilares están cambiados de lugar.
¿Cuántas otras cosas me habrá hecho creer esa traviesa?
Hay un proverbio inglés que me encanta porque juega iróni-
camente con el saber popular, ése que se considera del lado
de la verdad porque sólo cree viendo. Dicen los ingleses:
"Ver es tan sólo creer, pero sentir es estar seguro".
Lo cual nos lleva a la memoria afectiva. No importan tanto
las fechas, después de todo. Esos cuatro autores han atravesa-
do mis edades, sin perder nada. Por el contrario, crecen inter-
minablemente. Aunque conservan intactas sus indivisibles
magias, en mí forman una sola persona.
Ya sé que no me alcanzará la vida para leerlos más y más a
fondo.
Y retornan los versos de Pound al respecto:
"What thou lovest well remains, the rest is dross
What thou lov'st well shall not be rept from thee
What thou lov'st well is thy true heritage". (Canto LXXXI)
Pienso que los grandes poetas tienen una gran memoria aso-
ciativa. Que es éste rasgo el que produce el genio. Aunque
hay diversas clases de genios. Pound es un caso de geniali-
dad asociativa, en cambio Michaux es un caso de genialidad
imaginativa y Kafka un caso de genialidad autointerrogativa
y Pessoa es un caso de genialidad metafísica. Estoy jugando.
No intento explicar la genialidad.
Por el camino se agregó Paul Bowles a los que siento co-
mo los escritores irreemplazables (para mí, claro). Y, después,
W.G. Sebald, cuya muerte en plena producción sufrí como la
de un familiar muy querido. Son los de toda la vida, para toda la vida.
O mientras no se corten los cordeles (o se acabe la cuerda)
de mi traviesa memoria.
Michaux, según Dubuffet
El morocho de Praga.
Sebald fotografiado por Scholz
El viejo Ezra en Venecia, donde se
halla enterrado.
Ultima foto de Pessoa (1935), tomada
por A. Ferreira Gomes.
3 comentarios:
Muy interesante
¿Sigues vivo, autor?
No, no, yo morí hace una punta de años. El que sigue escribiendo el blog es mi fantasma.
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