Volábamos bajo y era domingo. Ambas cosas estaban natu-
ralmente entrelazadas, porque el domingo solía ser el día de
los grandes aburrimientos, sobre todo en verano. Eran días
larguísimos y el pueblo parecía dormir a nuestro alrededor.
Fue Horacio el de la idea, porque Ignacio era un conocido
suyo, primo de un compañero de colegio. Horacio le habló
primero a su amigo, éste a Ignacio - a quien cualquier excu-
sa para volar le encantaba- y luego a mí. Supongo que daba
por descontado que yo no sólo no iba a negarme a tamaña
invitación, ya sea por no mostrar un posible temor, sino por
compartir su entusiasmo. Porque hay que decir que Horacio
aparecía muy entusiasmado con la idea de volar. Había llega-
do antes que yo a la edad de la experimentación de los peli-
gros y del desafío de los riesgos. Bueno, al menos en ese
tiempo pensé que había llegado antes que yo. Después me
fui enterando de que yo no iba a llegar nunca del todo. Tam-
poco sé si cuando me habló con vehemencia y orgullo, por-
que ahora era un 'conocido suyo' el piloto, él estaba despro-
visto realmente del temor que esta aventura despertaba.
Es una de esas cosas -¡tantas!- que nunca se saben bien:
¿Cuánto temor tiene cada uno? Porque aparte del miedo está
el cómo reaccionamos frente a él. Lo mismo pasa con el do-
lor: está el grado del estímulo doloroso y también nuestra
resistencia a sus efectos. Un día, leyendo nada menos que a
Almafuerte, comprendí que era cuestión de suerte tener más
o menos miedo, algo así como que un tipo corpulento va a te-
ner más fuerza física que un esmirriado. ¿Porqué atribuir tan-
to mérito al que soporta más miedo o más dolor?
Bueno, pero el mundo ya viene construido y si alguien quiere
discutir sus fundamentos, lo esperan dificultades suplementa-
rias. "El mundo es así", le dirían, enarcando las cejas, a quien
pusiera en duda nada menos que los pilares del mundo mascu-
lino tal cual lo conocemos, heredamos y luego legaremos a
nuestros eventuales sucesores.
Y llegó el momento de ver el "pájaro metálico" en cuestión.
Lo primero que se podría decir sin temor a equivocarse, es
que no se trataba de un Spitfire pintado de guerra. En su lu-
gar se presentaba una avioneta gastada, que suplicaba la ju-
bilación. "No importa", dijo sin decir nada mi amigo, empu-
jado con tal ímpetu por su entusiasmo que barría de plano
cualquier decepción. ¿Fingía? Nunca me lo confesó.
Lo cierto es que con total naturalidad ocupó el asiento del
copiloto, mientras yo me acomodaba como podía detrás de
los dos asientos sobre unas lonas plegadas. Ignacio se colocó
entonces unas antiparras que debían de haber sido excavadas
de trincheras de la 1° Guerra Mundial, porque en realidad pa-
recían más bien una máscara antigases que un equipo de avia-
dor. Supongo que lo hacía para no desentonar de la avioneta.
La puesta en marcha de "la bestia dormida" fue, cuando me-
nos, fatigosa. Los intentos se sucedían con escasos intervalos,
hasta que los sonidos indicaban la posibilidad próxima de una
muerte segura del motor. Pero, para mi sorpresa, en el vigési-
mo, calculo, intento, arrancó. Y ahora ya íbamos correteando
como un ñandú asustado, intentando llegar a la pista de despe-
gue, tosiendo entre múltiples silbidos de giros en falso. La car-
linga estaba compuesta por esos dos asientos delanteros de
una sola pieza, sin que esto pueda significar ninguna clase de
doble comando: ¡si apenas tenía unos pocos instrumentos el
tablero, ninguno de los cuales funcionaba, y una palanca que
se movía sola con los saltos que daba traqueteando el avión!
Desde mi especie de refugio medio hundido, casi tenía que pa-
rarme -todo inclinado, claro- para ver algo. Y lo que veía era
a Ignacio haciendo gestos con los pulgares, las manos y hasta
los hombros, de que todo iba 'viento en popa, inmejorable, ex-
traordinario'... Pero el motor silbaba y tosía al mismo tiempo,
mientras que el fuselaje parecía anunciar que pasara lo que pa-
sase éste sería su último intento de vuelo, saltando y crujiendo
de dolor.
Debo agregar que los "vidrios" de la carlinga estaban tan gasta-
dos y opacos que parecían láminas de plástico duro o cartílago
de pescado seco, en lugar de vidrios. Tal vez fuese mejor no
ver lo que ocurría afuera, ni las caras de preocupación de los
escasos testigos de nuestra partida.
Horacio estaba concentrado como si el éxito del asunto depen-
diese de él. Preguntaba cosas a Ignacio, a los gritos, porque
hay que decir que el batifondo que producían motor, fuselaje
y rodamiento era de tal intensidad que se imponía la lectura de gestos y labios.
Éstas resultaban también impedidas por los saltos que pegaba
la maldita máquina que a todas luces se sentía incomodísima
en su actuación de aparato volador.
Finalmente alcanzamos la cabecera de una pista que tendría
unos 300 metros de largo. A la izquierda, el hangar y la peque-
ña cabina de control. Ignacio volvió a gesticular su "todo re-
bien, fantástico, nunca mejor", mientras Horacio observaba
como las agujas de los "instrumentos" daban insensatos giros
circulares, y se preparaba el despegue.
De pronto el piloto le dio combustible a la fiera, hundiendo
una palanquita en el tablero. El pajarraco pegó un coletazo
de sorpresa y comenzó un irregular trote por esa calle que
ahora nos pertenecía. Ignacio giró su cabeza y me miró, son-
riendo de oreja a oreja, volvió a elevar el pulgar derecho y
empujó a fondo de un saque la famosa palanquita. Fue como
una inyección de adrenalina en el cuerpo de un convalescien-
te. El aparato corcoveó, se desalineó un par de veces para ca-
da lado y como si no hubiese más remedio, encaró por fin el
esfuerzo final. Creo que todos pedaleábamos enardecidos gri-
tando "¡Sí, Sí, Sí!" hasta que a pocos metros de terminarse la
pista el viejo albatros soltó el suelo. El ruido infernal se alivió
al menos de la parte más dura que era la del traqueteo y, gi-
rando hacia la izquierda, logró una pequeña dosis de regulari-
dad.
Ignacio conducía la nave ahora con una expresión de experto
y percibí que Horacio ya lo había condecorado mentalmente, nombrándolo nuestro "maestro del aire".
¡Era la misma avioneta que habíamos visto pasar muchos do-
mingos sobre los techos de nuestro barrio, pero ahora íbamos
sentados en su interior!
A Ignacio, al parecer, le fascinaba la práctica del vuelo rasan-
te que, como cualquiera sabe, es peligroso hasta para un avión
moderno sobre zonas pobladas.
Y bien, tanto Ignacio como Horacio y yo estábamos viajando
a bajísima altura en esta catramina, una suerte de Citroen 2CV
del aire, sobre nuestras propias casas.
Me produjo entonces una alegría, en medio del desorden de
mis preocupaciones habituales y de las aflicciones actuales,
el contar con vidrios opacados, que hacían imposible que mis
padres me reconocieran a bordo. Por supuesto que ninguno de
ellos sabía que yo iría a embarcarme en este riesgo. Riesgo do-
ble, entonces: el vuelo y que mis padres no se enterasen.
A la tercera levantada y cuando comenzaba un giro amplio
hacia la luz solar, el aparato pareció encandilarse o sufrir un
principio de desvanecimiento, porque el motor cesó de table-
tear y toser. Un gesto de incredulidad corrió por el rostro de
Horacio (a quien veía en tres cuartos de perfil) y me hizo vol-
ver en mí. Porque yo pensaba que esto era parte de la manio-
bra, pero la hiperactividad súbita de Ignacio y la parálisis fa-
cial temporaria de mi amigo de la infancia me sacaron de mi
error.
Merced a los esfuerzos inusitados de nuestro piloto el motor
hizo dos explosiones, semejantes a alguien que tiene algo
atravesado en la garganta y está preparándose para escupirlo.
Pero no lo hizo. El silencio, el sol, el cielo azul, todo era muy
hermoso. Me replegué en mi pequeño espacio satisfecho al
menos de que yo no había sido nunca un entusiasta de esta
expedición y no tenía ni conocimientos ni instrumental para
arrancar a la bestia de su espasmo.
"Es un problemita de pasaje de nafta", gritó a voz en cuello
Ignacio. Horacio asintió mecánicamente. "Lo hace a veces",
gritó de nuevo nuestro ahora cuestionado piloto... e intentó
sonreír. La duda no tenía efecto sobre este tipo. No, no. Lo
que creo -y me animo a decir que Horacio también creía- es
que Ignacio no tenía ninguna certeza de que el motor fuese
a escupir lo que obstruía sus conductos a tiempo. Quiero de-
cir: tal vez sí lo hiciera como consecuencia del impacto con-
tra el suelo si es que a un motor le afligiera estar tapado, aún
cuando todo llevaría a pensar que al motor le daba lo mismo
funcionar o no funcionar, lo cual conduce inevitablemente al
reconocimiento de que no va a hacer nada él mismo por des-
taparse y que el momento en que eso suceda le resulta igual de indiferente.
No sé de cuántos 'tiempos' era el motor de nuestra avioneta.
Lo que es seguro es que ahora estaba en su "tiempo muerto"
y amenazaba con contagiarnos a todos con ese estado.
Entretanto, la "nave" no se daba cuenta de la gravedad del
asunto. Es como si se desentendiera de lo bruto. Del burdo
instinto llamado "motor". La nave ahora navegaba, surcaba,
libre de todo sonido molesto, de cualquier fricción, comple-
tamente distraída de todo. 'Hizo' una larga curva a la derecha.
En leve descenso, supongo, porque sentí la caída en el estó-
mago. Pero parecía sostenida por el espíritu.
Ignacio abrió la carlinga con un movimiento brusco y consi-
derable fuerza, porque la caja de metal y cartílago se le re-
sistió cuanto pudo. Finalmente corrió sobre el oxidado riel y
terminó con un golpe seco, mientras un viento torrencial nos
revelaba su existencia. La fuerza de ese viento inesperado
era descomunal. Nos apretó contra el fondo de la cabina y
sin embargo alcancé a ver el gesto de Horacio cuando com-
probó que no había nada parecido a un cinturón de seguridad
en ninguna parte. Un elemento que en el mejor de los casos
facilita la localización de los cuerpos cuando cae un avión
grande, pero que ahora probaba su verdadera utilidad: impe-
dir que el viento te arranque del aparato volador.
Ahora la avioneta empieza a dar las primeras señales de es-
tar empezando a entender que la supuesta libertad, el vuelo
sin necesidad de combustible, era un tremendo engaño. El
sonido de su trayectoria empieza a parecerse demasiado al
de una picada. Ignacio tiraba de la manguera exterior, luego
la golpeaba con la llave inglesa, aferrado a los bordes de la
carlinga abierta y a punto de salir volando él mismo del a-
vión. Recuerdo que sentí una oleada de apego por Ignacio:
a pesar del odio que le tenía por el momento que estaba ha-
ciéndonos pasar, no quería que nos abandonara.
Me gustaría ser un poco más irresponsable, a veces, y no
afligirme tanto por cosas como la obstrucción en el caño de
alimentación de un estúpido motor, pero el destino decidió
no asignarme una de esas naturalezas.
Así y todo, creo que mis sensaciones divagaban en ese tran-
ce, ya que mi mayor preocupación no consistía tanto en el
despedazamiento que sufriríamos al chocar en tierra, sino en
el enojo de mis padres al enterarse de lo que yo había hecho
a sus espaldas.
El avión descendió unos cientos de metros, pero en forma de
semicírculo. Ya ni pensaba que Ignacio podría estar dirigién-
dolo, sino que el aparato hacía lo que le venía en gana.
Ignacio, entretanto, volvió a asomarse, un poco más todavía,
esta vez. Tenía medio cuerpo afuera y tironeaba de ese caño
de goma de una manera que parecía que lo iba a arrancar en
cualquier momento.
Sin saber mucho (!) de ingeniería aeronáutica, tanto Horacio
como yo que no nos hacíamos ni señas, sabíamos lo suficiente
como para temer -y mucho- el desprendimiento de esa arteria
externa inundada de combustible.
Ignacio tironeó tres o cuatro veces más y luego recayó en su
asiento. Nos hizo todos esos tics -rituales del piloto kamikaze,
entendíamos ahora- y volvió a insistir con darle arranque al
motor. Éste carraspeó, tosió como un tuberculoso terminal y
cuando ya se aproximaban los techos de las casas al avión,
con un sonido horrible reinició una sucesión de grotescas imi-
taciones de un motor en funcionamiento. El pajarraco se con-
formó, al parecer, con eso porque dejó de perder altura y sua-
vizó el silbido de la picada, hasta convertirlo en un sonido de
los más agradables que he escuchado.
Ignacio trabajaba a destajo con los pocos elementos que ha-
bía a la vista: un par de pedales, un comando que parecía a
punto de soltarse del suelo y tres perillas sobre el tablero.
No tenía tiempo para decirnos "todo OK, vamos re-bien" y
toda esa sarta de cosas todavía, aunque se notaba que lucha-
ba por conseguirlo.
El aparato todavía se balanceaba mucho a derecha o izquier-
da, babor y estribor, o lo que sea, haciéndonos sentir los tri-
pulantes de un ser caprichoso y necio.
Así, con el motor no del todo convencido, dando a entender
con sus toscas señales sonoras que las piezas que lo compo-
nían no tocaban la misma música en ningún compás, logramos
avistar el aeródromo.
Yo quise pensar que ya estábamos a salvo. Que aunque se apa-
gase definitivamente la máquina, el resto del avión tendría los
conocimientos suficientes de navegación aérea como para re-
conocer su hogar y regresar a ella a salvo. Confundía la avio-
neta con un perro. El perro volviendo a su salva madriguera y
nosotros, sus cachorros, conducidos a la seguridad de un han-
gar.
Las toses intermitentes, sin embargo, hacían muy difícil man-
tener una ruta más o menos lineal hacia algún lado. Apuntá-
bamos -Ignacio era el que detentaba el comando, pero en ese
momento los tres piloteábamos como remeros desesperados
ante las cercanías de la catarata- y al momento ya no apuntá-
bamos nada.
Después de un buen rato, como al cuarto intento, parece que
los vientos se apiadaron de nosotros y nos condujeron como
por una pendiente guiada. Es cierto que cuando golpeamos
tierra y por el impacto salieron despedidos los flaps del ala
derecha, ya nada nos importaba sino saber que aunque el
avión tardase 50 kilómetros en detenerse, estábamos mucho
más a salvo que antes.
Esta vez fue la corrida de un ñandú enloquecido... un ñandú
que ha hecho contacto con la tierra a una velocidad claramen-
te superior a la de sus patas, y que está luchando con el máxi-
mo de sus fuerzas para no volcar.
Pero las ruedas aguantaron y al girar un poco de costado la
avioneta, los fuertes vientos nos empezaron a frenar.
Horacio giró la cabeza hacia mí sin tener claro si debía fingir
que todo el asunto había carecido de peligro o si celebrar con-
migo que nos habíamos salvado por un pelo del desastre.
Después de un extenso traqueteo nos encontramos estacionan-
do el desvencijado vehículo frente al hangar y a la torre de
control. Ignacio sonreía indicándonos que el paseo había lle-
gado a su fin. Se sacó las antiparras como si fuese un pionero
de la aeronáutica y nos empezó a cargar con que si habíamos
tenido algo de miedo.
¡Extraña relación la de Ignacio con el miedo! Parecía no atri-
buirle la condición de indicador de peligro. Era como un ins-
trumento de su tablero: hacía rato que había dejado de funcio-
nar.
Supongo que Ignacio habrá pasado el mismo miedo que noso-
tros, pero obviamente no le daba el mismo significado. Al dar-
me cuenta de eso, le perdí un poco la rabia. Horacio no. Lo
miraba con una expresión torva, intentando inyectarle con la
mirada la noción de que el viaje no había sido lo que él espe-
raba -tal vez una excursión de la Luttwaffe sobre la campiña
francesa, ametrallando convoyes de avanzada.
Entretanto a Ignacio lo llamaban de la torre de control por
los altavoces. Lo llamaban en un tono que a otro le hubiese
hecho el efecto de una condena a perpetua. Pero parece que
todo esto era rutina para él. Nos despidió sin un ápice de
preocupación y, sacándose parte del viejo overol que cubría
su camisa, se dirigió al edificio.
Horacio y yo nos quedamos parados, sin saber si la condena
se extendería a nosotros, pero pronto salimos de nuestro es-
tupor y caminamos juntos hacia donde habíamos dejado las
bicicletas. Pedaleamos de vuelta sin decirnos casi nada. De
nuevo, mi mayor preocupación eran mis padres y mi faltazo
de casa. Al llegar a la esquina, Horacio me hizo un gesto que
podría significar tanto "nos vemos mañana" como "es un mi-
lagro estar vivos".
Años después me contaría que sufría de vértigo. En cuanto
a mí, me sirvió para comprobar qué cosa rara es el miedo:
nos domina por completo en ciertas circunstancias y nos
convierte en temerarios en otras, sin que se pueda elegir
cuáles.
Horacio y yo seguimos siendo amigos como siempre. Ni se
nos ocurría ya decir que estábamos aburridos un domingo.
Pero si volvimos a hablar de lo que sentimos ahí arriba
mientras el avión volaba con el alma apagada, en los días
siguientes, la verdad es que no lo recuerdo.
Ignacio se mató cinco meses después de ese vuelo, en la
misma avioneta, por supuesto, pero sobrevolando el Río de
la Plata. Supongo que no habrá sentido miedo, aunque iba
solo. Que habrá seguido batallando contra esa manguera con
su plena confianza hasta que se lo tragó el inmenso espejo
del agua.
Cardo sigue volando, cada vez
más alto.
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