Se incorpora a una biblioteca.
Se lo deja deambular durante unos meses.
Cuando parece dormido, es que ya está listo.
Se lo enciende de noche, para no molestar a los
visitantes habituales.
Recorre la biblioteca, como un vidente.
Encuentra versos olvidados y los declama con
una voz desgarrada por la mecánica.
Murmura párrafos en idiomas que ya han entrado
en el pasado pluscuamperfecto de la muerte.
Saca de su descanso infinito frases que se habían
transformado en irreconocibles renglones.
Hipa y hace remolino y vuelca ante biblias de
religiones de las que nunca hemos oído hablar.
Lee a los gritos, con el llanto a cuerda, hasta que se
agotaapaga.
Por la mañana vuelven, volvemos, lectores y
empleados.
De alguna oficina llega fuerte olor a café.
Hay una dicusión entre jefe y secretario por el tema
de unas llaves.
Por una ley que nadie se adjudica, se prohíbe fumar
en las salas, tocar los libros de las estanterías y colocar
lectovisores en las bibliotecas del estado.
Sólo queda un ejemplar en la biblioteca espiralada de
Wrínciga, clausurada hace décadas por la cantidad de
víctimas de la lectura apasionada.
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