"No existirán ya los mares"
me contó mi madre que había dicho Blumje, el Enviado
cuando habló anteayer en el cercano pueblo de Unga
y la frase me asustaba e intrigaba
por igual
-más que cualquier historia que hubiese escuchado.
Camino a la estación
donde una relativa multitud exaltada intercambiaba comenta-
rios y tal vez sin saber si era a propósito o a propósito de qué
se convertían unos a otros en ávidos receptores de la palabra
del predicador Blumje
cuyo tren ya aparecía al final de la curva larga, mientras so-
naban enloquecidos sus bocinazos
Griterío
Mi madre -la estoy viendo- dividida entre el entusiasta deseo
de sumarse a los otros (se notaba ese anhelo en su transpira-
do y nervioso rostro) y a la vez en no perderme de vista, para
lo cual me instó con rudeza a aferrarme a su pollera
El tren se detuvo, sopleteando aire y agua por varios lados
La emoción estaba en su cenit
Cuando al fin apareció el Reverendo Blumje en una suerte
de descanso que había en la parte delantera del vagón, (y ví
que era un hombre más o menos pequeño y me extrañó aún
más que ese hombrecillo hubiese sido capaz de pronunciar
semejante frase) corrió un rumor de voces, como si se extendie-
ra una inmensa alfombra sonora sobre nosotros
y luego se produjo un silencio increíblemente expectante
Blumje, el Enviado, se sacó el sombrero -¡un sombrero de
explorador!- con un gesto lento y pensado
En ese momento ennegreció el espacio de la estación
siguieron ruidos atronadores
y comenzó a llover con inaudita intensidad
y se levantaron de la nada fuertes vientos que hacían que las
cortinas de lluvia girasen, curvándose en distintas direcciones
y mi madre me perdió de vista
y el predicador Blumje desapareció enseguida
y el tren arrancó de un modo brusco
como un gato asustado
y me encontré en un vagón, con las paredes y unos pocos
asientos, todo de terciopelo rojo
y la pequeña comitiva que acompañaba al Reverendo
me miraba, incrédula
aunque pasada la sorpresa noté que su intención era arrojarme
del tren lo antes posible
Pero entonces entró Blumje, el Enviado
y aunque su gesto tampoco fue tranquilizador
a unos metros de distancia reconocí el olor del éter
que conocía del consultorio del dentista
pero que ahora provenía del cuerpo y en particular de la
boca del predicador Blumje,
mientras sus facciones se iban serenando
y, por suerte, cuando llegó a mí, estaba embriagado de paz
de una paz que no resultaba fácil imaginar
porque ese hombre temblaba ostensiblemente
y sin embargo parecía poder verse cómo el éter iba disolviendo
su violenta angustia
"Una paz viciosa", recuerdo que pensé
cuando puso su pesada mano derecha sobre mi hombro iz-
quierdo y volviéndose a los demás con una sonrisa boba
dijo, inundando el vagón con vapores gaseosos
"está bien, este muchacho, bien, parece de los nuestros"
Daría por sentado que yo venía siguiendo sus discursos por
los diversos pueblos recorridos,
sus sermones o prédicas y que, convertido por sus lecciones,
me sumaba como un discípulo
No me atreví a sacarlo de su error
El tren corría escupiendo brasas de carbón
por vías encerradas entre montes boscosos
y ya estaba más cerca nuestro la noche que el día
Asentí, sin decir una palabra
y recorrí, durante los siguientes cinco años,
gran parte de esa región del país
Ví al Reverendo Blumje preparar sus discursos con grandes
gesticulaciones y voces impostadas; lo vi afeitarse, dormir
entre sobresaltados ronquidos, lavarse las manos muchas
veces seguidas -las mismas manos que deslizaba con recato
bajo las polleras de sus admiradoras- Lo vi enfermo, deliran-
do de fiebre, lo vi contando gruesos fajos de billetes. Lo vi
repartir folletos, consejos y lisonjas en cenas montadas por
hombres ricos o influyentes; lo vi esconder algún cubierto
en esas fiestas, drogarse con la máscara de éter -al menos
una vez al día- haciendo de continuo anotaciones que al prin-
cipio creí de carácter religioso aunque luego comprobé que se trataba de números, columnas, cálculos y cifras
Entretanto yo había pasado de ser el chico de los mandados
a 'su mano derecha'
Cinco años después de subir a ese tren
me bajé en la ciudad de Lurga
sin ninguna razón en especial
y me senté en el banco de la solitaria y penumbrosa sala de
espera de la estación
hasta que partió el tren
-no había ya multitudes esperando
a veces no más de 2 o 3 personas, a veces nadie
El Reverendo en ocasiones ni siquiera se asomaba al exterior
pero otras veces, incrédulo, salía del vagón, descendía al
andén, miraba alrededor, amagaba iniciar un discurso, pero
pensándolo mejor volvía al pequeño descanso, se colocaba
el sombrero de explorador en la cabeza y hasta solía perma-
necer en esa posición cuando el tren ya había recobrado su
velocidad media, para entonces sí, entrar en el vagón rojo
aterciopelado en el que permanecíamos los cuatro que toda-
vía seguíamos a su lado
Y pasaba de largo, mudo, hacia su vagón-habitación, con un
gesto horrible que presagiaba cosas ingratas para todos,
incluyendo el mundo
Supe después que ya no podía seguir costeando el tren y que
con sus escasos ahorros había comprado un vehículo que le
permitía, ya en solitario, seguir adelante con su misión en la
tierra
En la estación de Lurga había un cartel
anunciando su llegada
Alguien, váyase a saber por qué clase de pago, había clavado
esa hoja de un metro por 80 centímetros de ancho
en la que se veía su imagen de unos años atrás,
rodeado de público
en la terraza-carlinga del famoso tren
de sus mejores tiempos
y decía la fecha de este día
y decía "Reverendo Blumje, el Enviado"
y citaba su frase de cabecera
en claras y bellas letras blancas sobre un fondo bordó
"No existirán ya los males"
Miré alrededor y la estación estaba vacía.
Me abroché el saco
y me dirigí a la calle
Recuerdo bien el momento porque
ésa fue la primera vez
-sólo la primera vez-
en que una nueva vida parecía comenzar
-en ese preciso instante- para mí.
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