miércoles, 19 de diciembre de 2012

DERIVACIÓN DE UN VIAJE

La escena era ésta: hablaba en un aeropuerto de Indonesia
con una cewek local que aparentemente se había confundido
de persona al ir a recibirme, ya que yo estaba seguro de que
nadie sabía de mi viaje. Es más, lo había decidido a último
momento, en el mismo aeropuerto de Orly. Una chance, una
oportunidad. Me gusta el oporto y no puedo negar que ese
día había bebido tal vez media botella, tal vez tres cuartos.
Yakarta, Malasia, Indonesia, Singapur. Singapur Airlines.
Un viaje decidido por la asociación de ideas de un tipo semi-
borracho. Podría ser una excelente decisión, o la más pésima.
La cewek no era fea, pero no lográbamos descifrarnos. Ella
hablaba en una lengua que yo no comprendía y, a su vez, no
entendía la mía, que supuestamente era la suya. Había estu-
diado y mi profesor de indonesio parecía un hombre serio.
Pero ahora lo ponía en duda. Seriamente en duda. No que-
ría mostrarle mi pasaporte a la cewek que insistía en que la
acompañe al auto que al parecer me aguardaba. Terminé ce-
diendo como de costumbre. La costumbre nos reconcilia con
todo, decían los latinos.
El auto no era lo que diríamos una maravilla. Parecía haber
sido montado con restos de otros autos. Tal vez era un efec-
to de la luz del aeropuerto de Singapur, famosa por sus mez-
clas extravagantes de luz natural y luces artificiales al atar-
decer, pero el auto parecía tener varios tonos del mismo co-
lor, aunque resultaba difícil definir cuál sería éste.
Al volante, un chofer. Debo decir que no tenía ninguna clase
de uniforme, y que lo único que indicaba su condición de
tal era precisamente que estaba sentado frente al volante. Se
trataba de un hombre pequeño, bastante pequeño, en verdad.
Tuve la impresión de que era improbable que pudiese pisar
los pedales y alcanzar a ver por el parabrisas al mismo tiem-
po y me inquietaba saber que iba a tener que elegir uno de
los dos actos todo el tiempo. Lo saludé, pero no pareció es-
cucharme.
La cewek, entretanto, se sentó en el asiento del copiloto, y
por su actitud estaba claro que había dado por terminada su
cuota de necesaria cortesía.
El vehículo arrancó entre espasmos y mirando entre los
asientos logré ver, con un resto de esa luz rarísima, antes
de dejar el aeropuerto, que los pedales aparecían muy altos,
como si se los hubiese suplementado en forma generosa, de
tal manera que el chófer podía ver lo que pasaba enfrente
suyo sin tener que ir y venir deslizándose por el asiento.
Salimos pronto de la autopista, sin que mis conocimientos
de la lengua indonesia me permitieran leer los carteles, por
lo menos no sentado en la parte trasera de un vehículo errá-
tico, cuyo motor no parecía encontrar la nota, aunque reco-
rriera todo un amplio espectro buscándola.
Ahora avanzábamos sobre una ruta de dos manos, en medio
de una oscuridad absoluta. Los débiles faros del vehículo
apuntaban en distintas direcciones, como los ojos de un
tipo con parálisis de los músculos orbitales. Se nota que al
montarlo no pudieron ocuparse de los detalles. Considera-
ron, seguramente, que la hazaña estaba ya lograda si se po-
día ponerlo en marcha.
Pasamos por un largo puente sobre el agua. Se veían algunas
viviendas, como si fuesen casas flotantes. Después el camino
se volvió más sinuoso y, a mi parecer peligroso, pero el in-
mutable chofer en ningún momento bajó la velocidad. Se li-
mitaba a dirigir el aparato, sin reparar en las circunstancias
del recorrido. Encendí, luego de innumerables intentos y tro-
piezos, debido a los continuos pozos y badenes y charcos que atravesaba como un maniático ciego nuestro vehículo, un ciga-
rrillo aunque yo no fumo, sólo para disimular mi ansiedad. Ha-
bía tomado el atado de un dispenser que en lugar de soltar un chocolate como yo había solicitado, dejó caer esta cajita roja y negra que me pareció en ese momento un divertido aviso.
En cuanto lo encendí, la cewet volvió a la vida -por un rato
me pareció que se había inmovilizado como si la cubriese
una fina capa de invisible cera- y giró la cabeza hacia mí.
¿Enojo? ¿Deseo de fumar? Había tomado demasiado a pe-
cho su inmovilidad y ahora me sentí mal por no haberla
convidado. Hizo un inequívoco gesto de negativa y cuando
ya iba a guardar el atado en el saco, el chófer, dándose vuel-
ta peligrosamente, soltó una parrafada en una voz muy aflau-
tada que interpreté, mientras insultaba a fondo en mi interior
a mi profesor de indonesio, como que quería uno. Gesticulé
intentado calmarlo, y tratando de asegurarle que tendría su cigarrillo indicándole al mismo tiempo que volviese a mirar el camino. Es increíble cómo se empobrecen tanto mi discurso en 
otra lengua como mi gestualidad, cuando estoy asustado.
 Anduvimos así, a mi modo de ver una deriva semi controlada,
durante un par de horas cuando menos -me había olvidado de
mirar el reloj desde hacía unos meses-, hasta que la mujer le 
indicó bastante bruscamente al chófer que girase a la derecha. 
Era un camino de tierra, invisible para quien no estuviese familiarizado con él, por raro que suene estar familiarizado 
con un sendero de tierra en el medio de la nada y la oscuridad.
El sendero subió y bajó, en forma despareja, hasta que apare-
ció al fin una luz, y al acercarnos, una cabaña. 
 El conductor detuvo el vehículo a una cierta distancia de la
entrada, con una expresión que yo interpreté como de triunfo:
había logrado transportar esa cosa y sus ocupantes hasta la 
meta. Pero ni él ni la cewek dieron ninguna otra señal. Perma-
necieron sentados, como si eso fuese todo. Iba a preguntar,
por supuesto, pero ¿para qué? Ninguno de los dos entendía
mi improvisado idioma. Encendí otro cigarrillo y me quedé
mirando lo que parecían árboles durmiendo en una noche
estacionada a un costado de la realidad.

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