P.L. Fermor nació en Londres en 1915 y, literalmente, "toda-
vía anda dando vueltas".
A los 18 años de edad, con su familia en la India, emprende
su primer gran viaje a pie, desde Londres hasta Constantino-
pla. Este recorrido pleno de vitalidad y arrojo, realizado en los
años en que se engendraba la Segunda Guerra Mundial, lo ha
descripto años después, pleno de fruiciosa cultura, en dos li-
bros magníficos: "El tiempo de los regalos" y "Entre los bos-
ques y el agua".
Fermor, cuya vida no intentaré resumir en esta breve reseña,
ha mostrado cuan amplios pueden resultar, si se los estira desde
joven y con tanta osadía, los límites de una vida humana.
Repitiendo la experiencia, en ese caso imaginaria, de "Párrafos
finales", incluyo los párrafos finales de estos dos libros de Fer-
mor.
Una especie de degustación.
Porque los libros, a diferencia de los peces, se están multipli-
cando.
Los cazadores de libros lo sabemos, la tarea es demasiado vas-
ta. Organizamos redadas, atrapamos a varios ejemplares en ca-
da una de ellas, pero nunca es suficiente. Esos malandras si-
guen apareciendo, a pesar de la digitalización impuesta a mu-
chos de sus cuerpos.
Una suerte de Interpol de cazadores de libros ha acudido en
nuestro auxilio, atiborrando nuestras salas de audiencias de
casos sin resolver.
Una redada bien hecha resulta una pasión comparable a cual-
quier otra. Somos cazadores de presas vivas, que luego se en-
tremezclan con nosotros, sus aparentes cazadores, cruzando
vidas y escrituras.
Para nuestra forma de cazar, no cuentan los trofeos. Por el con-
trario, el efecto de los libros conocidos a lo largo de la existen-
cia en sus diversas ubicaciones y lecturas, resulta inquietante.
Hay piezas menores, por cierto, así como muchas otras que
reciben lecturas a pedazos, incompletas, mordiscos, pellizcos,
y todo eso.
En la redada en la que 'cayeron' los libros de Fermor, que están
abrazados en un solo tomo, también perdieron su inútil libertad-
los versos que más repetidamente vienen a mi mente desde la
de Pessoa son "flores que tomo o dejo, vuestro destino es el
mismo"- "Los pies de la concubina" de Kathryn Harrison, que
se me había escapado en varias ocasiones; "Las bodas de Pen-
tecostés" de Philip Larkin, un poeta inglés al que regreso sin
terminar de encontrarme con él; "París-Brest", una novela de
Tanguy Viel; "La sombra de tu perro", de Jean Allouch, un
psicoanalista al que sigo desde "El sexo del amo"; "Kafka va
al cine", una notable investigación acerca de las experiencias
y los comentarios de Kafka con y acerca de ese arte en los co-
mienzos del siglo XX, por Hanns Zischler; "Pensadores temera-
rios" de Mark Lilla; la versión de "Safo: poemas y testimonios"
de la editorial Acantilado y, para no aburrir al lector con la lis-
ta de los elementos capturados, "La isla tuerta/ 49 poetas bri-
tánicos", una selección a cargo de Matías Serra Bradford y
"Cuando el Otro es malo", un seminario con Jacques A. Miller
como referente.
En cada una de estas redadas, si tenemos suerte, aparecerán
alguno o algunos peces gordos. En este caso, Fermor es nues-
tro premio mayor.
"El tiempo de los regalos" encuentra, en su capítulo final a
nuestro joven viajero en Hungría.
El libro se cierra con estas palabras: "En el agua, casi inmateria-
lizada por aquel momento luminoso, una garza se impelía con
las patas río arriba, detectable sobre todo por el sonido y por
los aros, más oscuros y en lenta disolución, que las puntas de
sus plumas remeras dejaban en el agua. Se había iniciado una
connivencia de sombras y pronto solo sobreviviría el color más
claro del río. Entretanto, río abajo, en la oscuridad, no había se-
ñal alguna de la luna llena que más tarde transformaría la esce-
na. No quedaba nadie en el puente y los pocos que estaban en
el muelle se apresuraban en la misma dirección. Por fin me a-
parté de la balaustrada, impulsado por la nota más apremiante
que desgranaban los campanarios, y me apresuré a seguirles.
No quería llegar tarde."
Ése es el clima del libro. Recorridos, descripciones acerca de lo
visto y la discreta alusión a sus efectos en la sensibilidad de
Fermor.
Ahora el prometido final de "Entre los bosques y el agua", que
se produce cuando el autor cruza su séptima frontera: "Orsova,
13 de agosto de 1934".
"Las notas de un disco de gramófono llegaron a nuestros oídos:
era Leyendas de los bosques de Viena. El piloto se echó a reír:
"¡Ya verá! Cuando leven el ancla ponen El Danubio azul."
Todo el mundo recogía sus bártulos, un barquero se colocó en
posición junto a la baliza, los funcionarios se pusieron sus go-
rras de pasamanería dorada, y el barco, acostándose, reculó
hasta colocarse de perfil otra vez en medio de un tumulto de es-
puma. Un marinero se asomó a la barandilla y en un abrir y ce-
rrar de ojos su calabrote pasó rozando las gaviotas como un la
zo."
Ser cazador de libros es una fuente inagotable de goce.
Puedo pensar en otras, en otra. En otra fuente. En otra forma
de inagotabilidad. También implica un arriesgado viaje por la
desconocida.
Y sus besantes manos.
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