mado "El chico indio". Un texto bastante fallido, diría
ahora, pero cuya nervadura de deseo me sigue pareciendo
vigente. No lo expresé bien, pero puedo atribuir esa falla
a la fuerza de los anhelos entremezclados: el deseo de ser
indio que tenía aquel chico, y el deseo de dar a conocer
ese deseo tan intenso que sentía al escribirlo.
Reproduzco ahora aquel escrito.
EL CHICO INDIO
Se entrega a la llanura
despertando un sueño tras otro:
despegándose de su sombra,
entrando al fin en su indio.
¡A galopar!
¡Cómo es necesario galopar!
Tan hondo como a través del agujero central
de su existencia
pasa esa fina luz con imágenes:
este galopar hacia la llanura
que se le entrega, así como la tarde.
Galope de pronto amortiguado:
es que galopo para siempre
esa tarde
Imitando el sonido
sumergido e iluminado por la creencia:
todos los actos de mi vida
están por comenzar...
La realidad estaba para ser transformada
No había otra manera
No he vuelto a tener esa clase de saber
A todos los demás saberes se puede llamarlos
"conocimientos".
Porque o era ese indio
que no terminé siendo
o no sabría ser.
No importa que me pregunte
¿ y si hubiese sido un indio,
igual hubiese querido más que nada ser un indio?
La culpa y la vergüenza se colaron en mi vida
por esa brecha
2
Después el indio se fue transformando
en ese loco
que con su cabeza metálica
hacía retumbar de noche
los muros internos del Hospicio
Ese loco harto de cordura
Ese loco Artaud sin ataduras
Ese loco Artaud entre los indios
Otra vez
salvaje
otra vez en las fronteras del mundo
en el borde filoso del lenguaje
Contra
Galopar contra
golpeándose la grupa
encendiendo la sangre:
¡a galopar!
Ahí están todavía
la llanura
y la tarde
Chico-indio
loco-salvaje:
¡nunca te apagaste!
La cuestión es que más allá de la situación diferente
desde la cual leo este texto, (con el pudor que produce
algo que habla de una cosa tan íntima), se nota que algo
de él permaneció vivo, porque hoy leí unos cuantos poe-
mas de Guillaume Apollinaire, y uno de ellos produjo una
lejana pero igualmente nítida resonancia con el texto del
chico-indio. Se dirá que es bastante inexplicable, al menos
en una primera lectura, pero confío en que su contigüidad
logre rescatar algo tan sutil como el recuerdo de un perfu-
me.
Lo transcribo de inmediato. Pertenece a los llamados
Poemas recobrados.
4 H
Son las cuatro de la mañana
Me levanto completamente vestido
Tengo una pastilla de jabón en la mano
Que me ha enviado alguien a quien amo
Voy a lavarme
Salgo del agujero donde dormimos
Estoy dispuesto
Y contento de poder lavarme después de tres días de
[no hacerlo
Una vez aseado me hago afeitar
Luego azul del cielo me confundo con el horizonte
hasta la noche y es un placer muy dulce
No decir nada más todo lo que hago es un ser invisible
quien lo hace
Porque una vez abrochado todo azul y confundido con
el cielo me vuelvo invisible
Agrego el primer verso de otro poema de Apollinaire,
llamado Siempre:
Siempre
Iremos más lejos sin avanzar nunca
Guillermo Alberto Vladimiro Alejandro Apolinar nació
en Roma de madre polaca y padre desconocido, el 26 de
agosto de 1880.
El 10 de agosto de 1914 se alista en el ejército francés.
El 17 de marzo de 1916, a las cuatro de la tarde, en el
bosque des Buttes, es alcanzado por una esquirla de obús,
que atraviesa el casco y lo hiere en la sien derecha.
Operado de urgencia, derivado de hospital en hospital,
logra reponerse parcialmente. Un año después enferma
de pulmonía. Al salir de esta internación contrae matrimo-
nio con Jaqueline Kolb. Pero a principios de noviembre
de 1918, unos meses después de la boda, cae enfermo de
gripe y el 9 de noviembre de ese año, muere en el hospi-
tal.
Hay algo de cierto estado del ser que me hace vincular
estos textos. Por supuesto que el de Apollinaire es muchí-
simo más bello.
Pero sugerencias son sugerencias, aires son aires.
El chico indio era una ensoñación, y el hombre que sale
una mañana de la trinchera y se siente feliz por ese obse.
quio tan significativo (el elemento que purifica, el envío
del amor lejano), es tanto un soñador como un loco.
(La cita proviene de Poesía de Apollinaire, que con ver-
siones de Agusti Bartra, editó Joaquín Mortiz en 1967.)
La otra relación es entre indios y locos. No es difícil ubi-
car qué tienen en común: además de excluidos, son con-
siderados salvajes.
Cuando H. y yo éramos chicos, él 'hacía de blanco'
y yo 'hacía de indio'. Él en un pueblo que habíamos cons-
truido (disponíamos de un enorme terreno por circunstan-
cias que podríamos describir tanto como casuales como
extraordinarias), y que giraba alrededor de un saloon, y
yo 'galopaba' por una suerte de colina en la zona más
distante del terreno: 'la naturaleza abierta'.
De esa temprana identificación partirían tanto las aventu-
ras como los proyectos y las luchas perdidas.
Era la primera vez que sentía 'elegir' mi identidad, en lugar
de representar la impuesta por los otros.
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