domingo, 5 de junio de 2011

BIBRANZC

Ciudades, pueblos, hay muchos. Tal vez demasiados. Pero
tal vez no, tal vez haya los que tiene que haber. Gente, perros,
insectos, ratas; iglesias, casuchas, ventanas, cloacas.
Bibranzc está muy lejos de la costa. Pueblo de prófugos y de
amnistiados. Gente que debió reinventarse por completo al lle-
gar a este pueblo, pero que no lo han hecho. Se apegan a sí
mismos aunque no les convenga. Siempre pende una expedi-
ción investigatoria, a veces de parte del Imperio, a veces de
un Obispo encumbrado. Hay miedo, pero el miedo ya se ha entregado a la costumbre. Y es cierto que tampoco habría
dónde ir. Los contrabandistas de personas pasan hambre en
estas zonas. En todo el pueblo hay apenas dos bicicletas y un puñado de carritos de arrastre. Escasos son también los ani-
males de trabajo. Los perros no pueden con ellos. Cuando se
intenta montarlos o atarlos a algún carro, un motín de con-secuencias se avecina. Sólo sirven, en verdad, como escuchas,
lo que no es poco. De lo contrario, no habría a quién contarle
nada. Los acontecimientos tampoco abundan -ni nada, salvo
el barro y la miseria- y las opiniones es mejor guardarlas para tiempos de menores amenazas. Ellos también quieren resolver-
se sin revolverse y revolverse sin resolverse.
No son viajeros, por fortuna, ya que les está prohibido despla-
zarse de una parte del Imperio a otra. Y los que no nacieron en
el pueblo, los que ya experimentaron el viaje de ida a Bibranzc,
no desean repetir esa vivencia. Su único paisaje, otra vez los a-
compaña en esto la buena fortuna, son aquellas montañas. Ni siquiera las han nombrado, porque están sometidas al raro pro-
ceso geológico de que si en su base, por cualquier razón que
sea, rueda una piedrita, toda la montaña comienza a rodar y a 
volver a alzarse, como si estuviesen montadas sobre invisibles
ruedas. Los sonidos que llegan hasta el pueblo tienen el carác-
ter de siniestros presagios, pero no pasan de eso. Hasta ahora,
no han rodado en esta dirección. Tampoco hay río, no. Músi-
ca, tenemos un poco de música. Los que van llegando no la re-
conocen como música, pero nosotros estamos convencidos de
que esos sonidos merecen, apenas, es cierto, pero merecen ese nombre. Muchos son casuales, pero no por ello dejan de en-
riquecer nuestros despojadísimos espíritus.
¿De qué vivimos? Pedrerías. Una al lado de la otra en la calle
principal de Bibranzc, y en puestos callejeros y bajo carpas.
También los grandes galpones del pasado se han convertido en
pedrerías, así como los sótanos y las buhardillas de muchas ca-
sas. Piedras comunes, piedras de piedra. La diversidad está ex-
clusivamente dedicada a los tamaños. Hay grandes como pe-
ñazcos y pequeñas como maníes. Alguna vez deberán comen-
zar a llover sobre nuestro desvaído pueblo los compradores. En-
tretanto la espera nos aporta sentido. El que no sabe qué hacer
con su día o con su vida -muchas veces ambas cosas se confun-
den- acomoda o traslada una parte del pedrerío. No se pueden comer, y eso que parecía un gran defecto de las piedras, al comienzo, ha revelado ser su mayor virtud, ya que no se pu-
dren, ni traen problemas intestinales, ni huelen mal. Podríamos decir que el olor de las piedras es el olor de Bibranzc. No recordamos casi cómo olían los lugares de los cuales nos han enviado acá. Piedras y bruma. Dicen que la bruma proviene de
esas montañas rodantes, que, de permanecer quietas, engen-
drarían nubes. Así, no pasan de la bruma. Entonces nunca ve-
mos claro. A veces, sin embargo, relámpagos. Iluminando el
invisible cielo, cayendo en un fuentón, fulminando a un perrito
rengo. Relámpagos, ellos también, locales, sin grandes ambicio-
nes. Teníamos, heredado de los tiempos en que vivían cerca de
aquí unos esbirros del Obispo, un centro de aislamiento. Locos, enfermos, apestados, bandidos, débiles mentales, herejes y supuestos asesinos... Pero se gastaron con el tiempo sus cer-
cas y sus muros y ahora permanecen ahí unos pocos desgracia-
dos que no tienen donde ir. Ellos también reúnen sus mínimas
porciones de piedritas. Los demás son tan nosotros como nos-
otros mismos.
Nuestra espera es variada. Nuestra espera es el nervio vivo de
esta existencia inerte. Aunque a veces aparezca dormitando
debajo de nuestras cotidianas actividades pedreriles, no debe-
mos de ningún modo desprendernos de ella. Nunca hablamos
de la espera. No hay manera de saber si los demás la siguen teniendo, tampoco. Es verdad: pueden llegar al fin los ávidos compradores de piedras o las tropas furiosas del Obispo o del Emperador. No sabemos. Ahora mismo se escucha un poco de música... Shhh! Ah, ya se fue... A veces nos ahoga, a veces nos acaricia, el silencio.
¡Ah, Bibranzc! ¡Nuestro entrañable destino! Nos presta su nom-
bre, tenemos a quién pertenecerle. ¡Bibranzc, Bibranzc!, grita-
mos en sueños, a veces.

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