martes, 21 de septiembre de 2021

EL POCERO RUSO

  Mis padres -¿delirios de grandeza?- pretendían tener agua 

potable en la casa todo el año. Es que en verano el agua po-

table llegaba con cuentagotas.

 Si alguien estaba muy eufórico y necesitaba deprimirse, lo úni-

co que tenía que hacer era abrir una canilla. El bien inalcanzable

goteaba durante unos segundos, para luego desaparecer en el 

interior de las viejas cañerías hasta el invierno siguiente.

 Así que en septiembre de ese año, llamaron al pocero. Este se 

presentó a los pocos días, transmitiendo un optimismo que 

entusiasmaba. "¡Va a tener mucha agua, señora!", le dijo con 

voz de trueno (un detalle importante en ese momento) a mi 

madre.

 Pronto puso manos a la obra. Se trataba de algo sencillo: las

napas de agua corrían felices a unos 60 metros de profundidad:

una tarea que nuestro pocero consideraba de poca monta (pero

de elevado precio). 

 Lo cierto es que después del doble de los días que supuesta-

mente estaban asignados a la rutinaria tarea, el pocero daba 

señas de no tenerlas todas consigo. Cada día de peor humor,

reiniciaba la perforación, sin lograr que surgiera otra cosa que

polvo de la tierra. 

 Pocos días después, desistió. La insistencia y desesperación

de mis padres -no sobraban los poceros- produjeron el milagro

de que recordase que hacía más o menos un mes, una tía del

Chaco le había contado por carta que había llegado al pago

un ruso. Según nos contó nuestro pocero, este pariente lejano

(en los dos sentidos), estaría dispuesto a venir a Buenos Aires

a completar la tarea. Parece que se trataba de uno de los más

importantes técnicos rusos en la materia. y que no se sabía

bien si había venido como exiliado o como prófugo. (Bastó 

el primer vistazo, una semana después, para terminar defini-

tivamente con esa incógnita.) Este hombre, alto, corpulento

y ligeramente encorvado, cuyos ojos quedaban ocultos por el 

espesor de una mata de cejas y patillas, contó en muy pocas 

palabras -en realidad un puñado de sonidos guturales muy 

eslavos- que había trabajado en las mayores excavaciones de 

profundidad del mundo, entre ellas nada menos que las de la 

península de Kola, en las profundidades del Círculo Polar Ár-

tico.

Su mujer, que no se despegaba del hombre a más de 2 metros

en ningún momento, cabeceaba asintiendo. La mujer era biz-

ca: padecía una de esas bizqueras malignas, raras pero carac-

terísticas en las que una afiladísima nariz divide el rostro en

dos mitades inconciliables. Quiere decir que los dos ojos son

totalmente independientes uno del otro. Y que incluso pueden,

y a menudo sucede así, que respondan a personalidades muy

diferentes. De hecho uno de sus ojos -no recuerdo ahora cuál,

porque no debo de haber prestado la suficiente atención- era 

manifiestamente astuto, y el otro definidamente malvado. Era 

mucho más flaca que el marido  y parecía ajena a todas las 

cuestiones vinculadas al mundo exterior, salvo su marido. Este 

la ignoraba sin más trámite.

 El pocero ruso dio a entender que en este tipo de tierra que

había en el fondito de la casa de mis padres, predominaban

la piedra y la arcilla. Luego indicó que a él no se le rebelaba

ninguna clase de material, dijo algo que 'nuestro' pocero tra-

dujo como "100 metros", e hizo un gesto que en inglés hubie-

se significado sin lugar a dudas "piece of cake". En ruso so-

nó algo así como "portsiya torta", supongo porque ya mez-

claba arbitrariamente los idiomas.

 Como era de esperarse, los 100 metros no trajeron otra cosa

que arenisca y restos de arcilla calcárea. 

 Pero este hombre no era de amedrentarse. Por el contrario,

parecía feliz (a su manera y a la de su mujer, que empezó a

emitir unos sonidos agudos y cortantes) de que la tierra se le

resistiese. De inmediato logró entusiasmar a mis padres con

la extracción "del agua más pura del hemisferio sur", para lo

que debería perforar hasta los 300 metros, con una aparatolo-

gía especial muy cara, pero con la cual él, por fortuna, conta-

ba. La perforadora era, en efecto, bastante intimidante. Hizo

falta un equipo de hombres que con poleas, cuerdas y cade-

nas, ubicasen a la bestia en la boca ya abierta en la tierra.

 A 500 metros sólo emergieron rastros de carbón y de huesi-

llos animales.

 El ruso ya andaba mucho pero mucho más destemplado.

La mujer se mantenía cerca, sí, pero no se le arrimaba en

ningún momento. Sus gestos parecían indicar que había pasa-

do por esta situación en otras ocasiones. Y que ese recuerdo le

generaba una especie recóndita de angustia, que se manifestaba

con un particular retorcimiento de manos y pequeños tics asi-

métricos en las dos caras de su afilado rostro.

 No tardaron más de un par de semanas en traer otro camión,

bastante más grande, robado -según parece- a ciertas descui-

dadas instalaciones militares. "¡Ahora sí que vamos por el

elemento!", exclamó eufórico nuestro pocero original.

 Eso, traducido, significaba ¡1500 metros!

 Un mes más tarde el pozo había adquirido dimensiones estra-

falarias: ya no quedaba nada del fondo de la casa que no estu-

viese cubierto de maquinaria, cañerías y materiales de dese-

cho. El primer pocero desapareció, espantado. El ruso se ins-

taló con su mujer en el pequeño cobertizo que servía de lava-

dero, en un ángulo distal del patio. Hablaba de unas fresas

que atravesarían el granito como el cuchillo al queso, y las

cifras de profundidad que tiraba asustarían al mismísimo Jac-

ques Cousteau, si viviera. 

 Mis padres se tuvieron que mudar a la casa de mis tíos

en Villa Bosch, ya que era imposible sostener una conversa-

ción con el ruso totalmente obsesionado. Muy pronto hubo

que ("¡hubo qué!") 'levantar' parte de la casa, porque entorpe-

cía la obra e interfería en la perforación. Y a la semana siguien-

te un costado de lo que quedaba de la vivienda familiar en la

que habíamos pasado la infancia y buena parte de la juventud,

fue arrasada por el paso de las grúas grandes y los camiones

con acoplado.

 La mujer del ruso se arrancaba largos trozos de piel sanguino-

lenta de los brazos y piernas con las uñas, además de morderse

las manos entre furiosa y desesperada.

 Una cadena de favores, deudas impagas, pequeñas extorsiones

y vaya uno a saber qué otras cuestiones aún más oscuras man-

tenían alejados a los inspectores municipales.

 ¿Nos hubiese salvado una clausura, o ya era tarde? 

 También los vecinos hicieron varios infructuosos intentos de

parar "la obra" que los estaba enloqueciendo día y noche.

 Día y noche, sí. Reflectores de gran potencia, máquinas de di-

versas especies rotatorias, moledoras de rocas, inyectoras de

alta presión...

 Ahora, pasado el tiempo, ya no quedan señales de todo eso.

 Mis padres murieron hace unos años en la prefabricada del

fondo de la casa de mis tíos, frente a la plaza de Villa Bosch.

 Al frente del terreno en el que alguna vez había estado nues-

tra casa, alguien construyó una casita mínima, pero no estoy 

seguro de que esté habitada.

 Parece ser -porque todo está rodeado de un muro alto y maci-

zo- que en el patio trasero ha quedado una huella singular de

todo el proceso. LA TAPA. La tapa parece la escotilla inferior

de una vieja nave espacial rusa, dada vuelta. Roscas, contra-

roscas, cerrojos internos, llaves de seguridad, todo perfecta-

mente oxidado e intocable. El cartel, también metálico, en que

con dificultad se lee una lista de ADVERTENCIAS. 

 No se puede colocar nada sobre La Tapa. Ni siquiera un toldo

por encima de ella. No se puede plantar nada a menos de 40

metros de distancia. ¿Árboles?: absolutamente prohibidos en to-

da la manzana. 

 La Zona.

 Nada se sabe del ruso ni de su mujer.

 A 9000 metros de profundidad comenzó a emerger un chorro 

de lava negra de como 60 metros de alto.

 El ruso miró cómo su mujer, desnuda, corría como una liebre

y se trepaba a las paredes, gritando como una sirena de alarma.

 Parece que eso lo convenció. Hizo un gesto como de "Hasta

acá llegó mi amor", envolvió en diario los planos que no se ha-

bían arruinado del todo por la lava negra y salió para la calle.

La mujer, no. A la mujer tuvieron que sacarla, según me con-

taron. Y también me contaron que no fue fácil. No, no fue fá-

cil. Para nada. 

 

 


2 comentarios:

Carmen Troncoso Baeza dijo...

Huy que historia bizarra, oro negro a borbotones

Robert Rivas dijo...

Sólo son historias basadas en la realidad, Carmen. Era lava, no petróleo.