Como más nos gusta: la visita inesperada.
Entramos en comitiva, nadie sabe todavía quién lleva el
mando de nosotros. Ni lo sabrán nunca.
Caen algunos objetos, nos gustan los temblores, las impresiones.
Llevamos grandes sellos en tintas vivas. Enseguida desenvolve-
mos nuestras insignias, nos cubrimos de blasones.
El efecto es perentorio.
En el fondo del salón, alguien, muy distraído en la tarea, canta
muy bajo, pero en el silencio helado que producimos, se lo
escucha como si cantase a gritos. Él mismo se sobresalta de tal
modo que, por tándems ordenados y muy breve y amenazado-
ramente, nos reímos.
Siempre pescamos cosas extrañas en esos talleres.
Gimnastas, practicando entre inmensas vitrinas de cristal den-
tro de las cuales luchan gusanos de seda con crisálidas de gue-
rra contra colonias de hormigas drogadas con malba.
Bestias dragando un brazo de mar. Enviados, dictando consig-
nas a un ritmo endemoniado a escribientes que raspan intermi-
nables telas de lino. Hombres-estatua, vertedores de lava en
los tanques de combustible de los vehículos destinados a las
profundidades de la tierra.
Los hemos visitado a todos. Suya es siempre la sorpresa.
Nuestros címbalos: infalibles.
Nuestra entrada en formaciones móviles y cambiantes.
Nuestros uniformes convergentes.
El pase de órdenes, límpidas, tajantes, irrefutables.
Entramos a esos talleres: ¡REVISIÓN!
Talleres de siembrarieles, de constructores de flotas, de pianos
de dos pisos, de serpentarios, de fabricantes de molinos, de mi
radores de nubes, de deglutidoras de nieve...
¡REVISIÓN!
Y en todas partes recibidos con reverencias, con atenciones.
En todas partes gente temblorosa, ojos llenos de miedo.
Embalsamadores de langostas, hamacadores maquillados, tri-
turadores de sal...
Tomamos el té con gesto adusto. Muy estudiado.
Hemos venido a examinar y no saben qué.
Y no saben quién, tampoco.
Pedimos los "papeles oficiales" que sabemos que no tienen.
Exigimos los contrasellos, cuya existencia desconocen.
Sorpresa. Orden y sorpresa. Címbalos, cambio brusco de las
formaciones, nueva circulación de órdenes, de gritos bien cor-
tados, breves, imperiosos, que se detienen de golpe, exigiendo
respuesta inmediata e imposible.
Raspamos la fina capa racional de todos ellos.
Saludamos con gesto totalmente amenazante al retirarnos.
Por un momento que se estira hasta lo eterno, guardamos to-
tal inmovilidad y silencio.
La visita termina. Cerrando la formación nos convertimos en
una lanza que emerge de las costillas del taller examinado.
Nadie sabe de dónde diablos venimos ni a dónde diablos nos
vamos. Ni que sanción pendiente queda.
Ni cuando regresaríamos.
Y sin embargo, nada de esto les extraña de veras.
Nos consta: a más tardar al día siguiente recobran la línea.
Rápido, muy rápido, cicatriza la piel racional de sus existen-
cias.
No se habla del asunto, nadie parece haber visto ni oído nada.
¡Qué capacidad de pactar con cualquier cosa tiene el humano!
En el fondo del taller ya ese tipo canturrea.
En las inmensas vitrinas de cristal, los encrisalados gusanos de
seda prosiguen su lucha con las hormigas enmalbadas.
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