LA FRONTERA
Todos, en voz baja, la llaman "la frontera". Pocos la han
visto, pero todos hablan de ella. Cuando pueden, cuando
están seguros de que no los oye nadie, cuando no dan más.
Y, hay que admitirlo ahora que la hemos visto, que la fron-
tera existe. Lo que pasa es que es una frontera móvil, y lo
otro que pasa (¡justamente hablando de fronteras!) es que
su tamaño... es minúsculo. Imposible que pase por ella un
cuerpo humano. No, al menos, en una sola pieza, o sin
ser interminablemente aplastado. ¿Un enano? ¿Un niño
de un año? No, sin duda no. Digamos que es una frontera
para cartas. ¿Encomiendas? Mínimas. Perdón, según lo
que se entienda por encomienda. Raciones de algo, en una
palabra. Y ese fragmento de frontera es lo único que queda
después de lo que ya sabemos. Esa delgadísima ranura.
Casi siempre cerrada. Se la persigue, la mayoría de las ve-
ces no se la encuentra, se juega uno la vida porque es im-
probable ocultar las intenciones del que busca la frontera.
Hay que llegar a un punto. Móvil, como dijimos. Ágil,
como no llegamos a decir. Cambiante. Llegar en el momen-
to preciso. Una aguja en un pajar. Y hay que ser diestro: sa-
ber arrojar la carta para que atraviese el aire agitado de la
minúscula frontera y vaya a dar del otro lado.
¿Y qué hay del otro lado?
¿Alguien lo sabe?
¿Es el anverso de la ranura la línea de fractura de un
océano?
¿Espera allá el cuerpo completo de censores y asesinos
en su garita-pabellón de vigilancia?
¿O flota la simple carta en plena antimateria, sorbiéndonos?
Pienso en dos cosas. Nada que ver, ¿eh?, pero es lo que
se me ocurrió hace un momento:
El picotazo de un ave de caza justo debajo de la línea de
superficie de un lago dormido
Una taza de porcelana junto a la ventana abierta, el asa
decapitada, pero es primavera
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