Dijo que despertó y que tanto la sábana que lo cubría como
la otra eran dos láminas casi totalmente hechas de sangre.
Sangre oscura, dijo, de por lo menos un día atrás, seca, y para
su estado de conciencia, ligeramente espantosa.
Que no tenía idea de dónde podrían haber salido esas hojas
de sangre. Que todo el cuerpo le dolía, y todo el cuerpo es-
taba insensible. Dos cuerpos plegados uno en el otro y que
además no terminaba de despertar ni volvía a dormir-desva-
necerse. Entonces permaneció en ese estado de semi-miedo,
porque todo podía volverse mucho peor y que había que cui-
darse de eso. Dijo que la memoria no lo auxiliaba en abso-
luto, sino que lo dirigía una y otra vez al vacío.
Dijo también que sentía que no podía o no debía llamar a
nadie. Que volver a dormirse era, con toda probabilidad,
volver a sangrar/ y despertar implicaba el peligro de estar
demasiado conciente -de una condición intolerable. Que
debería permanecer en ese estado cuanto pudiera.
Y dijo que por fortuna entre las muchas cosas que habían
desertado, estaban las necesidades, suspensión que todo lo
sostenía aunque en una red débil y oscilante.
Que era de noche, pero ni frío ni calor ni brisa ni luces indi-
caban nada.
Dijo también que poco a poco, sin darse cuenta de lo que
hacía, empezó a 'reconocerse', a mirarse, en la penumbra,
las manos, a tocarse la cara, el pelo.
Que no era el reconocimiento de la primera vez pero tampo-
co era un reconocimiento conocido.
Que no tenía ni excesiva extrañeza, ni la más mínima fami-
liaridad.
Podía estar muerto y soñarse vivo, dijo, apenas vivo, es
cierto, resignado a cierta lejana inmovilidad y teniendo por
seguro que era imposible salir de la cama y que sólo podía
apartar un poco la sábana entintada.
Que no sabía si era su sangre.
Ni si era mejor que fuese la sangre de otro.
Que no era mejor nada.
Que no se atrevía a sacar la voz de una bolsa de silencio.
Que no sabía qué podía llegar a traer su voz, si un susurro
o un rugido o el sonido de una tela gruesa al rasgarse.
Dijo que en un momento empezó a entrever la silla, la mesa,
y que había como ropa sobre la silla y como zapatos en el
suelo.
Que en esa oscuridad cualquier cosa podía ser suya o por
completo ajena.
Una oscuridad, dijo, como entre saber y desconocer, que
era, por lo demás, precisamente su estado.
Como una música muda, permaneció en esa crisálida sin
tiempo, ni siquiera esperando, solo, sólo en ese 'nada puede
ni debe hacerse', quieto, respirando, dijo, eso sí, respirando
un poco más hondo o menos hondo, con el sueño mero-
deando sus párpados y su pensamiento forzando que no se
cerraran. Dijo que no sabe nada más.
el agua corre sobre las piedras, insinuándose por todas
partes;
el agua sin asidero, siempre con las fuerzas que precisa;
la materia inerte y el agua que corre;
¿qué es un rincón para el agua?
con su sonido siempre ajustado;
"el agua siempre está bien vestida", decía alguien;
el agua que no conoce el esfuerzo;
el agua con la naturalidad del agua,
sea ésta placidez, hamaca o agitación;
sea un arroyo perdido que se desliza
como la serpiente perfecta
por un sendero de piedra,
o el mar que aún en su inmensidad
siente la fuerza de las leyes que lo someten
y siente que no podrá ir más allá de esas leyes,
aunque todo su poder parezca interminable;
aguas oceánicas
gobernadas por reglas desconocidas
que se ven obligadas a obedecer;
y las reglas también están sujetas a reglas
que no podrían jamás desanudar;
las mareas, los vientos, los movimientos
rotatorio y traslatorio del planeta
y el movimiento de la luna
y el movimiento del sol
y del cielo y de los demás astros;
(nos alejamos)
mares que se vuelven planos,
quietos como láminas de mar
más y más quietos y dóciles,
impensablemente aquietados,
perdidos como una gota de casi nada
en el vacío universal.
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