viernes, 4 de febrero de 2011

LA CONVERSIÓN

El hijo cuenta al padre muerto, con dificultad, desde su viaje,
su conversión al poderoso Kadamké: "ahora no bailamos has-
ta la agonía, ni nos atravesamos el cuerpo con púas, ni come-
mos el fruto del xandán en las ceremonias, ni..." y continúa
con varias enumeraciones. Las mismas se interrumpen para
cambiar de tema, relatar pequeños viajes que realiza por fue-
ra del Kadamké. Poco después le cuenta fragmentos de las mi-
siones que le son asignadas, no carentes de crueldad. Rodeos,
un vano intento de ser escuchado y exculpado por el padre mu-
do.
En todo su relato, no menciona la muerte. La muerte del pa-
dre, ahora tan viva. La que da a los enemigos del Kadamké.
La suya, tal vez muy próxima. La de la imposible aprobación
del padre, a quien el hijo hunde más en la muerte.
Tropieza su garganta al despedirse diciendo "tu hijo".
Le habla, le dice, le pide, cada vez que despierta en la noche.
(El rostro pintado, a toda hora, con huita negra.)

También le habla al padre por el canal del sueño, a contraco-
rriente.
¡Con qué clase de aurora, de voz de la infancia,
desmenuzadas sus letras por el tacto de la voz,
sopladas por el pulmón de la muerte!

Padre, agujero de lo real, cuyo silencio lo oye sin escuchar.



                                                     Zdzislaw Beksinski (1980)


[Bastante tiempo después, me encuentro con esto:
"Para gran sorpresa de Hardy, Wittgenstein se pone de pie. Strachey se quita
la mano de los ojos. Wittgenstein no se acerca a la esterilla, sino que se queda
donde está y dice, con su ligero acento vienés:
-Muy interesante, pero a mi modesto entender, la conversión consiste en desha-
cerse de la preocupación. En tener el valor de no preocuparse de lo que ocurra."
David Leavitt. El contable hindú, p. 75. Anagrama.]

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