jueves, 13 de junio de 2024

EN LA ESTACIÓN DE BUBLINA

  ¡La estación de Bublina! En otro tiempo famosa por los

traslados masivos de locos a los manicomios de Mándleva

y de Ondâvo.


  Ese tipo que va allá, a pasitos y a zancadas.

  El del sobretodo gris claro un poco largo, de grandes bolsillos.

  Extraía el dinero de esos bolsillos.

  A puñados,

  Se veía cómo salían los billetes -viejos, arrugados, irrecono-

cibles, de un color extraño- pero no lograban sostener suficien-

temente su materialización.

  Cuando intentaba, una y otra vez, apoyar los billetes sobre el

mostrador, ante la ventanilla de venta de pasajes, sólo conse-

guía golpear con el puño vacío sobre la madera: los billetes

se habían esfumado. 

  Como un acto de magia al revés.

  Porque había frustración verdadera en el rostro cada vez más

rubicundo de ese hombre.

  Y poco a poco emergía también su voz, sin que hubiese 

abierto los labios, que mantenía apretados de rabia. Pero las

voces salían, de hombres y de mujeres, niños incluso, llenan-

do el espacio que lo rodeaba. Porque todos nos apartábamos 

sin darnos cuenta.

  Las voces escapaban a su control y se multiplicaban a medi-

da que se repetían los intentos: el movimiento ya nervioso, ya

en los límites de la contención- las manos yendo a lo hondo 

de esos bolsillos insondables, hasta alcanzar varios metros de

profundidad. 

  Los brazos se estiraban como goma. Y se notaba que palpa-

ba los billetes, cada vez un poco más lejos, cada vez un poco

más inalcanzables, pero estaban ahí y al fin salían apretados

por sus manos, como cuellos de gallinas. E iba acelerando el

movimiento en su vano intento de llegar con ellos al mostra-

dor vivitos y coleando.

  Pero una y otra vez los billetes desaparecían en el camino.

  Se esfumaban. Como una visión, como si estuviesen hechos

del mismo material que los sueños y acercarlos a la ventanilla

los despertara.

  No obstante, el hombre, sí ese que va ahí, ya saliendo de la

estación, con ese paso tan alterado, lleno de saltos, temblores

y tropezones, insistía. Ya su rostro había pasado del rubor in-

tenso al azulado peligroso. 

  El movimiento de sus brazos de goma, era veloz, incesante,

enloquecedor. Hasta que el impávido vendedor de boletos, de

expresión aburrida, como si esto sucediera con harta frecuen-

cia, bajó bruscamente la persiana de la ventanilla.

  Y pausadamente se lo vio, desde un costado como estábamos

los que seguíamos atónitos esta escena, ponerse el saco, cerrar

con llave el cajón del dinero, guardar los boletos que no había

vendido en un mueblecito que había detrás suyo, y por fin re-

tirarse sin más.

  El hombre del sobretodo recibió la acción del vendedor de

pasajes con una insólita, súbita calma.

  Le costó componerse, sin duda, le debe de haber costado un

esfuerzo sobrehumano, que disimuló al máximo. 

  Unos cuantos tics de diversas clases comenzaron a bailar

en su rostro y hasta parecía que invadían todo su cuerpo.

  Las voces -se sintió claramente- fueron chupadas desde su

interior y lo recorrieron como una descarga eléctrica.

  (Nada de qué sorprenderse, si uno lo piensa, todas las exis-

tencias humanas están distorsionadas.)

  Hundió las manos en los bolsillos, que parecieron recupe-

rar un tamaño normal, y después de un buen rato de acomo-

dación inmóvil, mientras la corriente eléctrica parecía esca-

par por sus pies, y los tics se apagaban uno a uno como luces, 

se dio vuelta y, sin mirar a nadie, comenzó a caminar hacia la 

calle. Flameando, eso sí, un poco. Lo seguimos con la mirada.

Afuera de la estación hervía de gente, tráfico, luces y sonidos

chirriantes. 


  Los bolsillos me hicieron pensar en un pasado irrecuperable.


  El hombre del sobretodo gris claro se mezcló rápidamente

entre la gente y ya no lo vimos más.


 

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