jueves, 9 de febrero de 2017

¡AFUMM!

 Después del diluvio, los miles de idiomas
 Nunca hubo tantos en la breve historia de lo humano
 Cada idioma un mundo. Un mundo diferente.
 Un nuevo intento de alcanzar lo real. O de señalarlo,
al menos.
 Recorríamos esas tribus, esos pueblos, etnias, grupos ais-
lados geográficamente. Raíces de idiomas que germinaban
lejos o que resultaban arrancados para siempre.
 Ahora, los idiomas se disuelven como la especie que los
pronuncia. Se terminan por decrecimiento, escasez, inexis-
tencia de los hablantes. Mueren, desaparecen. 
 Dentro de cien años, habrán dejado de existir el 90% de las
6000 lenguas habladas hoy en el planeta.
 Eso no fue así en el Gran Pasado Humano.
 Allí las lenguas florecían.
 Un verbo podía tener más de mil formas.
 Se estaba en plena germinación de las telas de lenguaje.
 ¡Cuántas telas! 
 Inmensa la variedad de materiales, tejidos y tinciones.
 Nuevos velos caían sobre lo real, transparentándolo.
 En el territorio de Phailán solamente, se crearon tantos
idiomas en un par de miles de años que era imposible no
convertirse en traductor, aún a muy temprana edad. Era
muy raro que los progenitores se comunicasen en la mis-
ma lengua. ¡Y los vecinos! Y los visitantes, invasores, via-
jeros, soldados, escribientes, nómades.
 Era tremendamente farragoso pronunciar una frase, por
simple que fuera, en un sólo idioma. Siempre había frag-
mentos, ingredientes, partículas cuando menos, de otras
lenguas. 
 Llegó un momento en que circulaba una suerte de angus-
tia expresiva. El mismo sujeto contenía tantas partes de
lenguajes distintos que tambaleaba su sentido de la iden-
tidad. ¡Ni hablar de constituir reglas, estados, naciones!
 Así es como casi por necesidad comenzaron a surgir idio-
mas que buscaban simplificar la terrible complejidad que
habían adquirido las cosas. Nombrarse ya era un dilema.
 Pero los intentos resultaban vanos: en realidad sólo logra-
ban agregar nuevos términos, brotaban por todas partes las
proto-gramáticas.

 Hacía falta simplificar, pero hacerlo sin perder la riqueza
de la polivalencia de los significados, las fantásticas telas
que los humanos habían tejido por milenios, y que ahora
ya no sólo cubrían la violencia del mundo, haciéndolo ha-
bitable para los seres humanos, sino que por su espesor y
cantidad, estaban asfixiando al mismo mundo que servía
de referencia y sustento.
 El mito de Phailap dice que los más antiguos alquimistas
se reunieron con unos dioses medio marginales, de los que
hacían tratos con los humanos, y que luego del consejo de
éstos, decidieron crear una inmensa olla en la que comen-
zaron a vertir todos los idiomas que tenían, además de los
que pudieron capturar, junto con los que vinieron desde
lugares remotos, atraídos por la noticia de que podía haber
una solución para la selva que las lenguas iban formando,
atrapando en ella a todos los seres.
 La olla hirvió durante unos cientos de años.
 Cuando por fin los dioses marginados indicaron que era la
hora, los descendientes de los primeros alquimistas levan-
taron la tapa de la enorme olla.
 Entonces brotó un sonido que nunca había sido oído antes,
una suerte de palabra inefable, que lo decía todo y que al
mismo tiempo afirmaba, negaba, resaltaba o particularizaba
hasta el menor detalle.
 Una palabra como el primer pájaro de la selva, un sonido
como la floración simultánea de toda la naturaleza:
 ¡AFUMM!



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