miércoles, 3 de junio de 2015

LA VOZ DE LA MIRADA

                                          


 No tenía rostro, pero no me importaba.
 A veces lo tenía, pero tampoco eso era importante.
 Yo me sentaba acá, al lado de la mesa, mirándola.
 Porque era muy frecuente que ella se sentase en esa silla,
de espaldas porque, supongo, así no se notaba cuando se
le borraba el rostro. 
 Mirándola todo el tiempo posible. 
 Su nuca, su espalda.
 Su cuerpo presente, sus ropas de sombra, su rostro ausente.
 Ella, en cambio, no miraba nada.
 En los ratos en los que hacía cosas -ordenar, cocinar, coser-
su rostro aparecía y su expresión algo seria se veía en raras
ocasiones surcada por la débil luz de una sonrisa.
 Pero se trataba, digamos así, de una sonrisa interior. 
 Porque ella no hablaba nunca.
 Me consta que podía (y sabía) hacerlo, pero se mantenía
constantemente callada.
 Si había hecho algún voto, lo cumplía.
 Pero no creo que ese fuera el caso.
 Lo que sucedía más frecuentemente era que empezaba a
ensoñar. Sus rasgos se difuminaban al instante, y entonces
ella iba a sentarse ahí, mirando la pared con los ojos cerra-
dos.
 La he mirado ensoñar.
 La he mirado interminablemente mientras ensoñaba.
 Ella se iba a los confines y me llevaba consigo, sin saberlo.
 Lo que ese estado suyo producía en mi mente y en mi cuer-
po... como las sombras que crea la luz.
 No la ausencia de luz, sino la luz.
 Si no nos limitamos a llamar luz a eso que entra por las
ventanas o que surge de una lámpara.
 Luz como emanación, luz como un estado del ser en el que
presencia y ausencia se construyen y sustituyen mutuamen-
te, de manera lenta y pausada.
 Así como cae la tarde.
 Aun cuando, en efecto, se hiciera de noche, ella permane-
cía muchas veces ahí.
 No tenía siquiera la noción del apuro, esa era su maravilla.
 Generaba su propio tiempo y no necesitaba vivir en o del
tiempo de los otros.
 Sentada ahí, sin rostro, emanaba esa mezcla única de pre-
sencia y ausencia que me convertía en otro.
 Otro de mi. Como música silenciosa que absorbe y a la
vez embebe el alma.
 En ocasiones se levantaba de la silla y, al girar, aun no
tenía rostro.
 Y a ese rostro que no tenía mi mirada lo llamaba 
"la sombra de la belleza".




 Vilhelm Hammershoi (1864-1926) Mujer sentada de espaldas. 1905.
       Musée d'Orsay, París.

3 comentarios:

carlos perrotti dijo...

Bellísimo texto, Robert.

volt303 dijo...

Bello y alumbrador
de sombras, Sr. Rivas.
Aunque me hace
preocupar mucho por ella.
Quizá no importe el yo
sólo el contacto del tú.
Posiblemente nunca
vemos el rostro del otro.
Sólo llegamos a atisbar
alguna luz o sombra
y ni siquiera sean ajenas.
La espalda de su mirada
voltea el yo de ser otro.
Gracias por la sugestión
y el renacer del asombro.

Robert Rivas dijo...

Gracias por tan amables comentarios. ¡Cuánto hacen!