En una tarde en la que el sufrimiento y el vacío se vuelven
sumamente intercambiables, recuerdo a Komokwa, un dios
de los Kwakiutl -uno de los pueblos llamados "de la canoa"
de los Indios Noroccidentales de Canadá y Estados Unidos.
En sus canoas recorren la antigua ruta marina de miles de ki-
lómetros de largo, que va del golfo de Puget hasta Alaska, cu-
yas aguas son tan turbulentas como ricas en remolinos y otros
peligros.
En el fondo de esa región de un mar helado, vive Komokwa,
reclinado en su canapé, ya que se trata de un inmenso dios in-
válido. Las focas son sus sirvientes y el pulpo está dedicado a
la vigilancia. Trato de imaginar qué clase de palabras pueden
usarse para hablarle a un dios inválido.
¿Se le puede pedir auxilio? ¿O solamente consuelo?
En el siglo IX Sugavara Mijizame le habla a los árboles: le
pide a su ciruelo, desde el destierro, que le envíe su aroma
en primavera...
Y desde mucho antes de eso, las mujeres Kwakiutl le habla-
ban a los cedros, disculpándose por usar su corteza, a la que
llamaban su "vestido".
En el siglo XII, otra vez en Japón -la otra costa de ese mismo
Océano- la dama Junii Tameko sabía que la ira nos aparta de
una tristeza insoportable.
Y 150 años antes de Cristo, Lucilio hablaba de los días malos
como aquellos en los que se tiene a un dios en contra...
Y mucho después, pero el tiempo es apenas un fantasma de
sí mismo en este tema, Alejandra Pizarnik declararía que le
encantaba sufrir, porque de ese modo no se aburría (hay co-
sas peores que sufrir, insospechadas), y, además, el sufrimien-
to hacía que su vida adquiriese 'interés, emoción y aventura'...
Y es que ya no había Dioses a los que dirigir una súplica o una
queja.
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