Es un mundo polvoriento, una tolvanera, digamos por de-
cir algo, pero resulta mucho más que eso, por supuesto. Todo
el suelo, todos lo que llamaríamos con cierta prisa 'alrededo-
res', también los mismos cielos, al igual que los muros -y los
ríos, las sendas, la respiración, los cuerpos- son en extremo
polvorosos.
Ya habrán notado -con su brutal perspicacia- que no he men-
cionado siquiera brisas, vientos y huracanes.
¡Para qué! ¿Eh? Seguro, ¿para qué?
En ese polvo que a veces es más poroso y otras veces más
espeso, transcurre todo.
Entre las extensiones más o menos lisas, así como entre los
tumultos de ese polvoroso polvillo, se arrastran gruesos ca-
bles con movimiento propio. No son serpientes, aunque po-
drían haberlo sido. O confundirse con ellas. Son cordones
umbilicales. Allí nunca los cortan; tabúes ancestrales, nadie
sobrevive más que unos minutos con el cordón umbilical
cortado.
Así que reptan, gruesos, larguísimos, imposible saber a
quién pertenecen, donde terminan, donde comienzan.
Reptan por el espesor del suelo, entre los árboles y las
hojas caídas, alrededor de las casas, reptan entre arrastrados
y arrastrándose, para seguir quién sabe qué cosa.
Como un destino, como una suerte de suerte inevitable,
como una manera de mantener la vida a costa de no vivirla
del todo.
Una cosa de esas.
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