Mis padres -¿delirios de grandeza?- pretendían tener agua
potable en la casa todo el año. Es que en verano el agua po-
table llegaba con cuentagotas.
Si alguien estaba muy eufórico y necesitaba deprimirse, lo úni-
co que tenía que hacer era abrir una canilla. El bien inalcanzable
goteaba durante unos segundos, para luego desaparecer en el
interior de las viejas cañerías hasta el invierno siguiente.
Así que en septiembre de ese año, llamaron al pocero. Este se
presentó a los pocos días, transmitiendo un optimismo que
entusiasmaba. "¡Va a tener mucha agua, señora!", le dijo con
voz de trueno (un detalle importante en ese momento) a mi
madre.
Pronto puso manos a la obra. Se trataba de algo sencillo: las
napas de agua corrían felices a unos 60 metros de profundidad:
una tarea que nuestro pocero consideraba de poca monta (pero
de elevado precio).
Lo cierto es que después del doble de los días que supuesta-
mente estaban asignados a la rutinaria tarea, el pocero daba
señas de no tenerlas todas consigo. Cada día de peor humor,
reiniciaba la perforación, sin lograr que surgiera otra cosa que
polvo de la tierra.
Pocos días después, desistió. La insistencia y desesperación
de mis padres -no sobraban los poceros- produjeron el milagro
de que recordase que hacía más o menos un mes, una tía del
Chaco le había contado por carta que había llegado al pago
un ruso. Según nos contó nuestro pocero, este pariente lejano
(en los dos sentidos), estaría dispuesto a venir a Buenos Aires
a completar la tarea. Parece que se trataba de uno de los más
importantes técnicos rusos en la materia. y que no se sabía
bien si había venido como exiliado o como prófugo. (Bastó
el primer vistazo, una semana después, para terminar defini-
tivamente con esa incógnita.) Este hombre, alto, corpulento
y ligeramente encorvado, cuyos ojos quedaban ocultos por el
espesor de una mata de cejas y patillas, contó en muy pocas
palabras -en realidad un puñado de sonidos guturales muy
eslavos- que había trabajado en las mayores excavaciones de
profundidad del mundo, entre ellas nada menos que las de la
península de Kola, en las profundidades del Círculo Polar Ár-
tico.
Su mujer, que no se despegaba del hombre a más de 2 metros
en ningún momento, cabeceaba asintiendo. La mujer era biz-
ca: padecía una de esas bizqueras malignas, raras pero carac-
terísticas en las que una afiladísima nariz divide el rostro en
dos mitades inconciliables. Quiere decir que los dos ojos son
totalmente independientes uno del otro. Y que incluso pueden,
y a menudo sucede así, que respondan a personalidades muy
diferentes. De hecho uno de sus ojos -no recuerdo ahora cuál,
porque no debo de haber prestado la suficiente atención- era
manifiestamente astuto, y el otro definidamente malvado. Era
mucho más flaca que el marido y parecía ajena a todas las
cuestiones vinculadas al mundo exterior, salvo su marido. Este
la ignoraba sin más trámite.
El pocero ruso dio a entender que en este tipo de tierra que
había en el fondito de la casa de mis padres, predominaban
la piedra y la arcilla. Luego indicó que a él no se le rebelaba
ninguna clase de material, dijo algo que 'nuestro' pocero tra-
dujo como "100 metros", e hizo un gesto que en inglés hubie-
se significado sin lugar a dudas "piece of cake". En ruso so-
nó algo así como "portsiya torta", supongo porque ya mez-
claba arbitrariamente los idiomas.
Como era de esperarse, los 100 metros no trajeron otra cosa
que arenisca y restos de arcilla calcárea.
Pero este hombre no era de amedrentarse. Por el contrario,
parecía feliz (a su manera y a la de su mujer, que empezó a
emitir unos sonidos agudos y cortantes) de que la tierra se le
resistiese. De inmediato logró entusiasmar a mis padres con
la extracción "del agua más pura del hemisferio sur", para lo
que debería perforar hasta los 300 metros, con una aparatolo-
gía especial muy cara, pero con la cual él, por fortuna, conta-
ba. La perforadora era, en efecto, bastante intimidante. Hizo
falta un equipo de hombres que con poleas, cuerdas y cade-
nas, ubicasen a la bestia en la boca ya abierta en la tierra.
A 500 metros sólo emergieron rastros de carbón y de huesi-
llos animales.
El ruso ya andaba mucho pero mucho más destemplado.
La mujer se mantenía cerca, sí, pero no se le arrimaba en
ningún momento. Sus gestos parecían indicar que había pasa-
do por esta situación en otras ocasiones. Y que ese recuerdo le
generaba una especie recóndita de angustia, que se manifestaba
con un particular retorcimiento de manos y pequeños tics asi-
métricos en las dos caras de su afilado rostro.
No tardaron más de un par de semanas en traer otro camión,
bastante más grande, robado -según parece- a ciertas descui-
dadas instalaciones militares. "¡Ahora sí que vamos por el
elemento!", exclamó eufórico nuestro pocero original.
Eso, traducido, significaba ¡1500 metros!
Un mes más tarde el pozo había adquirido dimensiones estra-
falarias: ya no quedaba nada del fondo de la casa que no estu-
viese cubierto de maquinaria, cañerías y materiales de dese-
cho. El primer pocero desapareció, espantado. El ruso se ins-
taló con su mujer en el pequeño cobertizo que servía de lava-
dero, en un ángulo distal del patio. Hablaba de unas fresas
que atravesarían el granito como el cuchillo al queso, y las
cifras de profundidad que tiraba asustarían al mismísimo Jac-
ques Cousteau, si viviera.
Mis padres se tuvieron que mudar a la casa de mis tíos
en Villa Bosch, ya que era imposible sostener una conversa-
ción con el ruso totalmente obsesionado. Muy pronto hubo
que ("¡hubo qué!") 'levantar' parte de la casa, porque entorpe-
cía la obra e interfería en la perforación. Y a la semana siguien-
te un costado de lo que quedaba de la vivienda familiar en la
que habíamos pasado la infancia y buena parte de la juventud,
fue arrasada por el paso de las grúas grandes y los camiones
con acoplado.
La mujer del ruso se arrancaba largos trozos de piel sanguino-
lenta de los brazos y piernas con las uñas, además de morderse
las manos entre furiosa y desesperada.
Una cadena de favores, deudas impagas, pequeñas extorsiones
y vaya uno a saber qué otras cuestiones aún más oscuras man-
tenían alejados a los inspectores municipales.
¿Nos hubiese salvado una clausura, o ya era tarde?
También los vecinos hicieron varios infructuosos intentos de
parar "la obra" que los estaba enloqueciendo día y noche.
Día y noche, sí. Reflectores de gran potencia, máquinas de di-
versas especies rotatorias, moledoras de rocas, inyectoras de
alta presión...
Ahora, pasado el tiempo, ya no quedan señales de todo eso.
Mis padres murieron hace unos años en la prefabricada del
fondo de la casa de mis tíos, frente a la plaza de Villa Bosch.
Al frente del terreno en el que alguna vez había estado nues-
tra casa, alguien construyó una casita mínima, pero no estoy
seguro de que esté habitada.
Parece ser -porque todo está rodeado de un muro alto y maci-
zo- que en el patio trasero ha quedado una huella singular de
todo el proceso. LA TAPA. La tapa parece la escotilla inferior
de una vieja nave espacial rusa, dada vuelta. Roscas, contra-
roscas, cerrojos internos, llaves de seguridad, todo perfecta-
mente oxidado e intocable. El cartel, también metálico, en que
con dificultad se lee una lista de ADVERTENCIAS.
No se puede colocar nada sobre La Tapa. Ni siquiera un toldo
por encima de ella. No se puede plantar nada a menos de 40
metros de distancia. ¿Árboles?: absolutamente prohibidos en to-
da la manzana.
La Zona.
Nada se sabe del ruso ni de su mujer.
A 9000 metros de profundidad comenzó a emerger un chorro
de lava negra de como 60 metros de alto.
El ruso miró cómo su mujer, desnuda, corría como una liebre
y se trepaba a las paredes, gritando como una sirena de alarma.
Parece que eso lo convenció. Hizo un gesto como de "Hasta
acá llegó mi amor", envolvió en diario los planos que no se ha-
bían arruinado del todo por la lava negra y salió para la calle.
La mujer, no. A la mujer tuvieron que sacarla, según me con-
taron. Y también me contaron que no fue fácil. No, no fue fá-
cil. Para nada.
2 comentarios:
Huy que historia bizarra, oro negro a borbotones
Sólo son historias basadas en la realidad, Carmen. Era lava, no petróleo.
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