Estábamos en este lugar. Ni quiénes eran los otros, ni
quién era yo. Uno que estaba ahí, cerca de la mesa, era
músico. No sé qué instrumento tocaba, porque no lo te-
nía ahí. Sobre la mesa había una cajita de lata, de unos
20 por 30 cm., en la que había series de chapitas con ros-
tros sobre un fondo dorado viejo, medio gastadas, de unos
2 cm cada una, en tiras más altas que anchas, sueltas. El
músico, como para distraerse, tocaba con la yema del
dedo (índice derecho) esas figuras y se producían unos
sonidos estremecedoramente bellos. Tan bellos como ca-
suales. Sonidos que yo nunca había escuchado antes. De
una suavidad y de una simpleza maravillosos. A eso se u-
nía, por cierto, el asombro de cómo el músico los hacía so-
nar, así, despreocupadamente, mientras hablaba de otra co-
sa.
De inmediato quiero aprender a producir esas músicas, con
una intensidad de deseo muy superior a mis posibilidades
reales de lograrlo.
De inmediato quiere decir 'al instante'.
Entonces alguien saca de abajo de la mesa una cámara foto-
gráfica tosca, con teleobjetivo, y dividida en dos partes, co-
lor negro y marfil, no de metal, y se dice que las fotos las ha-
bía sacado Adolf Hitler en persona.
A pesar de mi rechazo, una parte de mi mente aviva una
fuerte curiosidad por ver las fotos que había sacado el Führer.
Que tendrían que ver, supuse, con escenas monumentales de
sus montajes de miles de uniformados en escenarios vastos y
vacíos, color plomo, con unas pocas pirámides, en una noche
iluminada por tremendos haces de luz provenientes de inmen-
sos reflectores (por ejemplo).
En este momento entran dos o tres hijos de un hombre rubio
y mayor en el que no había reparado hasta entonces. Vienen
a las corridas de algún lado a nuestra izquierda -los hijos co-
municaban que tenían que ir a la guerra, que por otro lado
quedaba ahí no más, a la derecha de nuestra ubicación. El pa-
dre parece ser un hombre poderoso (política o industria, vie-
nen a mi mente), pero la guerra es la guerra. Los hijos se ven
en una escala un poco menor a todo el resto. ¿Yo? Yo sólo
soy mirada presente, no juego ningún papel. La cámara de
fotos de Adolf Hitler que sin duda sí tiene que ver con esa
guerra - está al frente de ella, en realidad- ha desaparecido,
así como las figuras de lata de esa caja de maravillas, esa
WunderBlechdose.
Ahora aparece una niebla de angustia palpable y compren-
sible: la del padre que ve a sus dos hijos (sí, eran dos, no
tres) yendo a la guerra, no sé bien si uniformados o de ci-
vil porque visten ropa azul discreta y fina, con botones dora-
dos. Yo comparto, como no podría ser de otra manera, esa
angustia: de la vida sumamente acomodada que llevaban
hasta hace unos pocos minutos a probables heridas sangran-
tes, mutilaciones y/o muertes que les esperan en la próxima
escena...
Yo no tenía una opinión ni una no-opinión al respecto.
Si bien había una pregunta en el aire, nada indicaba que me
estuviese dirigida.
Yo estaba ahí en mi doble anonimato: como un tipo con los
ojos vendados que sin embargo ve, pero que por tener los
ojos vendados no es peligroso para nadie.
En cierta forma, no estaba.
Y aunque veía, mi visión sólo servía a mis mecanismos in-
ternos, era totalmente intransferible al mundo exterior. De
modo que por segunda vez, no representaba peligro para na-
die.
Lo cual me liberaba, supongo, al mismo tiempo, de estar en
peligro.
Supongo que ocupaba la posición ideal del testigo.
Del que registra los hechos.
Si luego decide dar cuenta de ellos, serán hechos por demás
discutibles, ya que todo puede ser transformado en cualquier
otra cosa por el discurso.
Eso se nota que ya lo había aprendido antes, porque no se me
ocurría que pudiese tener algún valor cualquier cosa que yo
registrase.
Todo sería refutable, inconsistente, todo sería rápidamente
mezclado entre las demás cartas sobre la mesa, numerosas,
muy numerosas.
Y al irlas mezclando, haciéndolas girar como si se buscase a
la distraída alguna, varias caían, lógicamente, de la mesa.
Dado lo cual se sobreentendía enseguida que todo el asunto
estaba amañado, que no se trataba de ninguna, pero ninguna
clase de búsqueda de lo cierto o verdadero. De algo que pu-
diese ser o parecer una prueba, una carta distinta de todas las
demás, algo que saliera por un momento aunque sea, que aso-
mase la nariz por fuera de la gran, definitiva, monstruosa in-
significancia a la cual todas estaban de facto condenadas.
Algo que lograse escapar de la mera forma mutable, inter-
cambiable, sin su contenido.
Quiero decir: de la significación manipulable a la que se le
pudiera dar el uso que conviniera a esos otros que ya hacía
mucho tiempo no necesitaban siquiera presentar un nombre
o fingir un rostro.
"Por supuesto que yo no sabía que los hechos no pueden
ser expresados. Que se trataba de que los así llamados "he-
chos" (lo hecho), simplemente advenían al lugar en el que
yo suponía estar... y me sustituían. Ellos no tenían nada más
que decir, ya que lo habían 'dicho' todo al ser hechos. Yo no
podía poseer esa música maravillosa que ni siquiera era mú-
sica, sino una emanación mágica de sonidos proveniente de
lo mudo del ser y del mundo."
NOTA
Un rato después de escribir/publicar este texto, me encuentro
con una clara alusión a él, en un texto de Daniel Link: "En la
explicación de El vía crucis del cuerpo, Clarice [Lispector],
escribe: "Yo tenía los hechos; me faltaba la imaginación.""
El reverso de esta frase es también válido. No significa mu-
cho que el libro en el que publica este artículo Link, Fantas-
mas, sea de 2009.
2 comentarios:
Es un texto turbador
Debo aclarar que el comentario de Carmen -que aprovecho para agradecer- es anterior a la incorporación de la "Nota" que cierra este texto.
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