Fastidiados
durante cien generaciones fastidiados
hasta la más inconcebible exasperación,
por lo resbaladizo de las palabras,
por lo escurridizo de las frases,
de las mismas invocaciones,
de los intentos frustrados y frustrantes
por atrapar la cosa por la cola,
los Kinnara, en algún momento,
decidieron dejar caer todo el tejido del lenguaje
que usaban,
para instalar uno nuevo.
Este, tarde o temprano, también fallaba en lo esencial.
Y era a su vez desechado.
Capa sobre capa de lenguajes abandonados,
la lengua que hablan hoy
-pero, ¿por cuánto tiempo?-
está ligada por finísimos conductos con las otras.
Invisibles para ellos, que las enviaron a la inexistencia.
También en eso han fallado.
Membrana sobre membrana, de diversos espesores,
coincidencias, atajos, desvíos, precipicios.
Hay quienes intentan estudiar esos suelos anfractuosos,
a la frágil luz de la conciencia,
buscando conexiones, raíces, orígenes, el último suelo.
Es como ir levantando pieles finísimas, delicadas,
que en muchas partes se han fundido unas en otras.
Ningún Kinnara se prestaría a esa tarea,
ya que rechazan absolutamente esas inútiles construcciones
del pasado.
Muchos de ellos están convencidos de que el lenguaje
es traicionero para el ser humano.
Han intentado mezclarlo con el lenguaje de los pájaros.
Han intentado usar el agua de los ríos para hacer palabras.
Han intentado usar fragmentos recogidos del lenguaje de los
dioses.
Y ahora están tan hartos del sonido como del silencio.
Del significado como del caos.
Hartos.
"Por ahora hablamos", te dicen mirándote a los ojos
de una manera que combina con una precisión
que da vértigo,
la furia
con la ternura.
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