¿Han sido invitados alguna vez a una casa en el Mejavad?
Entonces han observado la inmensa pecera que se ubica en
el centro de la habitación principal, de la cual penden todas
las demás -numerosas- habitaciones.
¿Han notado que esos monstruos amoratados por el frío del
agua o empañados por el vapor que generan los peces, se apo-
yan sobre ruedas?
¿Han apreciado la cantidad extraordinaria de peces que per-
manecen totalmente quietos mientras bebemos un pecú, sen-
tados en los sillones en espiral de nuestros huéspedes?
¿Y han sido invitados a pasar la noche ahí?
(Por los amplios ventanales esos cielos de licor de múrice, de
púrpuras encarnadas en sangre tan roja como violácea...)
¿Y han apagado la luz del cuarto para derramarse en el sue-
ño -el sueño teñido de pecú- tan solo para comenzar a oír có-
mo esos peces se ponen en marcha un poco para acá y luego
para allá, mientras las ruedas chirrían espantando a los insec-
tos que hasta hace un momento llenaban el aire, movidas por
el peso de ese movimiento masivo?
¿Y han sentido vibrar suelo y techo, sueños y vigilias, toda
la noche, acompañando ese inenarrable vaivén?
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