La única emoción verdadera reside -no le encuentro otra ex-
plicación- en que cada viaje puede ser el último.
Una cantidad discreta de público silencioso toma su lugar en
la cola de espera.
El viaje dura... una cantidad muy variable de tiempo.
Es en un viejo aparato predecesor del submarino.
En la otrora archibombardeada Bahía de Slums, bajo cielos
que no predican ninguna clase de religión edificante.
Sin embargo no hay impaciencia entre los que esperan.
Supongo que muchos preferirían que su turno no llegue nun-
ca.
Pero existe esa atracción.
Complemento literario casi inevitable: "irresistible".
Es un vehículo que ha sido adaptado a las necesidades de
una pequeña excursión.
El fondo de la bahía es una suerte de cementerio de toda
clase de embarcaciones, y cadáveres de extrañas especies de
los mares llamados "inaccesibles", además de fantasmales
vegetaciones 'con vida propia'.
Las sutiles corrientes del Golfo de Fálmara revuelven las
aguas, transformando lenta pero continuamente el paisaje.
Se mira a través de un cristal verde, instalado en la popa,
de un diámetro no mayor al del ojo de un cetáceo, que rota
de lo cóncavo a lo convexo.
Un elemento a tener en cuenta cuando te toquen los breves
momentos en que se le permite a cada pasajero echar un vis-
tazo a ese páramo submarino.
Mientras tanto se escucha el ahogado glu-glu del motor de
la pequeña bestia que nos transporta.
El año pasado un pasajero tuvo la rara idea de venir con su
perro. Era un animal de buen porte, de conducta impecable...
hasta que el submarinoide llegó a su profundidad "de crucero".
En ese momento algún instinto imprevisto hizo que el perro
se irguiera con todo el pelo de la nuca erizado, y comenzase
a ladrar con desesperación. No tardó mucho en venir la répli-
ca desde el exterior: diversas bestias comenzaron a golpear la
superficie exterior de nuestro transporte, respondiendo a los
ladridos provocadores del perro, y haciendo bambolearse al
ovoide aparato antediluviano hasta casi llegar a la temible
y tal vez irreparable vuelta de campana.
He hecho este viaje unas cuantas veces, en cada ocasión en
que he debido viajar a la zona de Ipsitch por razones de traba-
jo.
Puedo asegurar que el rostro del conductor de nuestro vehí-
culo, un hombre mayor, hasta entonces tan pálido como inex-
presivo, se transformó en una verdadera máscara de terror, ru-
bicundo y deforme.
No sé cómo se las ingenió en ese estado para conducir nues-
tra antigua cápsula de metal oxidado a 'puerto'.
Este año ya había un cartel en el puesto de venta de los pa-
sajes, indicando la prohibición absoluta de subir cualquier
clase de animal a bordo.
Habitualmente mi mayor entretenimiento consistía en atis-
bar los rostros de los demás pasajeros. Los recorría uno por
uno, ida y vuelta.
Siempre se aprende algo nuevo al mirarlos.
Pero este año he notado que no lo he hecho.
Perdí ese placer, reemplazándolo por el de una mayor in-
trospección.
Sin embargo, no he perdido el otro motivo, secreto para mí
mismo del viaje: el de observar mi propio irreconocible y ver-
dadero rostro cuando abren la lente -mi turno- , durante esos
breves instantes, en pleno fondo de la Bahía de Slums.